Sería de lo más ordinario discutir que A dos metros bajo tierra brilla con derecho propio en los primeros puestos del palmarés que comprende las grandes series, las grandes historias, de HBO. La referida obra maestra nos narra los evolutivos engranajes familiares de los Fisher: una familia de Los Ángeles que regenta una agencia funeraria como negocio familiar. Cada capítulo principia con unos minutos previos y sorpresivos en los cuales, ya sea desde la casuística más común o la casualidad más pintoresca, acontece la muerte de alguien. Ese alguien, hombre o mujer, niño o anciano, ya sea con un agujero de bala en la cabeza, descuartizado por una trituradora, partido por un rayo, víctima de una muerte súbita, atropellado por un coche, fulminado a base de infarto o desgastado por la avanzadísima edad, siempre acaba traspasando la puerta de los Fischer. Y allí, entre las dependencias de aquella casa, se reparten los irremediables acontecimientos del último adiós: la serena escucha a los familiares derrumbados, la elección del ataúd o féretro, el discreto traslado del fallecido, el más que delicado trabajo de tanatopraxia y tanatoestética y, por supuesto, el consabido acto del adiós. Al final, el cuerpo del difunto, aunque la causa de la muerte fuera de lo más virulento, siempre se expone a la familia de la forma más presentable a fin de que el velatorio, la despedida social o el acto religioso, acontezca con toda la dignidad que dicho momento requiere. Siempre hay alguien, aunque ustedes no lo vean, que higieniza el cadáver desde la conservación, el embalsamamiento y la restauración. Siempre hay alguien que lo viste, lo peina, lo maquilla y le disimula los moratones: también en tiempos de coronavirus y a pesar de las evidentes limitaciones que el desarrollo del oficio haya podido sufrir por prescripciones sanitarias. Les hablo de un oficio discreto y silencioso, que transcurre entre bambalinas. Una labor de la cual ni se habla ni se escribe, no es atractiva. Una tarea a la que no se le atribuye socialmente medalla alguna en los foros institucionales ni en los escaparates de lo meritorio, pero que se alza como un servicio público indispensable. Gestionar con profesionalidad el cuerpo y los trámites de la muerte no es cualquier cosa cuando en tus manos está la presentación de la última visión y recuerdo que va a tener un hijo de su madre, o un padre de su hijo, por citar algún ejemplo entre las infinitas posibilidades y coyunturas que nos ofrece la muerte. En esta época hostil, en la que la labor de numerosos gremios ha recibido los aplausos de las instituciones y de la ciudadanía, el colectivo funerario, desde el silencio y ajeno al mimo y al reconocimiento social, también ha seguido sosteniendo sin respiro su particular lucha desde la primera línea de batalla, día tras día, frente a todos y cada uno de los casi treinta mil muertos por Covid-19 que, desde las cuentas oficiales (cuántos más no habrán sido), nos han dicho adiós en España. El funerario entra en los hospitales, en las residencias de ancianos y en los hogares de los difuntos sin preguntas ni cuestionamientos frente al potencial contagio y, desde su invisible labor, sigue disponiendo de los cuerpos con total capacitación y competencia. En esta época tan triste, donde hasta la última despedida a nuestros seres queridos nos ha sido arrebatada, el gremio de funerarios ha sido también el encargado, en no pocos casos, de dar consuelo y aliento a los familiares inmersos en el llanto y en el dolor. Les hablo de ese momento único, crucial e inevitable donde si algo se precisa es una eficaz gestión, sí, pero también una imperturbable escucha y, sin duda alguna, la llama de la esperanza. Incluso en estos días en los que el acontecimiento de la muerte se ha limitado a anunciarse telefónicamente y en los que se nos ha vetado la presencia en los funerales y las cenizas de los muertos nos han sido entregadas a toro pasado y sin nexo alguno entre el instante de la muerte y la urna que te entregan en mano, el oficio de los Fischer no descansa: permanece, se lleva a cabo, se expone y nos sigue suavizando la vida desde la muerte.