Nos dice el vetusto y pacífico refranero español que tiran más dos tetas que dos carretas. Lo que viene significando que el hombre es de naturaleza débil y cae en las tentaciones derrotándose una y otra vez en sus distintas dimensiones ante el sexo opuesto. Tras aquello de Adán con Eva se abrió el abanico y a muchos nos resulta casi imposible resistirnos a apetencias de variopintas características, el Big Mac en mi caso. Algunos, incluso, se empeñan en ello con fruición desmedida y pierden la dignidad con el juego, la bebida, la droga, el running (del deporte también se sale) o cualquier otra adicción artificiosa de placer intenso y pasajero. Así lo resumen los viejos y sabios lobos de mar: tira más pelo de coño que maroma de barco. Sí, mamá, he escrito coño en un periódico.

En fin. Asisto estos días al lastimero entremés en el que se ha convertido la política española. Nuestros dirigentes se afanan con probado éxito en demostrar que son incapaces de rechazar una invitación a hacer el ridículo. Es superior a ellos. Lo practican, lo disfrutan, lo perfeccionan. Es más, se pican entre ellos. Se jalean, se sujetan el cubata, se desafían a que no hay huevos, y así, sesión tras sesión, sucumben orgullosos ante la procacidad. Ya ni disimulan, para qué, cuando la hemeroteca les contradice. Es lo que tiene la falta de vergüenza.

La Constitución dio la mano a los gobernantes y estos le han cogido el codo, le han retorcido el brazo y la han humillado para sonrojo de todos. El artículo 71 de la Norma Suprema establece que diputados y senadores gozan de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones, pero, lejos de suponer un ejercicio de responsabilidad y educación, ellos lo han entendido como una barra libre del insulto y la provocación. Arrebatamiento y éxtasis en un solo acto. Un bufé libre al que tirarse de bomba, sin recato, para alardear de su desbocada pasión por superar el esperpento y dar de lado al interés general. Qué lejos quedan aquellas joyas del lenguaje como el Ojalá de Silvio Rodríguez. Qué inalcanzables nos parecen aquellas obras maestras del parlamentarismo, de las que, a modo de muestra, traigo dos botones. El primero, recogido en 'Se abre la sesión' (Luis Carandell, 1998), lo protagonizó Gil Robles en 1934. Sobre el tumulto se alzó nítidamente un grito muy masculino: Usted todavía usa calzoncillos de seda. Lo que conllevó la risotada y alborozo de algunas bancadas. Cuando el silencio volvió al hemiciclo, Gil Robles, en tono pausado contestó: Señoría, no sabía que su señora fuera tan indiscreta. El segundo, no menos elocuente, lo evoca mi gran amigo Pepe Arranz y nos sitúa en la cámara británica con un Churchill insuperable. En aquella ocasión fue Lady Astor quien hizo uso de la palabra para asegurarle al orondo presidente que si fuera su marido le echaría veneno en el té. Lejos de hacerse lo que ahora entendemos por el ofendidito, Winston, con la flema propia de la pérfida Albión, respondió: Lady Astor, si usted fuera mi esposa€ me lo bebería.

Hoy, en cambio, y como vengo anunciando desde los albores de esta columna, el ridículo y la mamarrachada son la impronta, el sello de la casa de Rufián, Echenique, Montero, Lastra, etc; a quienes les resulta imposible rechazar su querencia a la obscenidad, huir de la ausencia total de decoro, y se dejan arrastrar por sus pulsiones más intestinas. A fuerza de abonarse con denodada obediencia a lo hiriente y estrafalario se han vuelto unos mentecatos de talla mundial que obligan a incumplir hasta lo de haz lo que yo diga pero nunca lo que yo haga. En esa disciplina la plusmarca olímpica la ostenta Pablo Iglesias, que ha desvanecido la cal viva de Felipe González entre marquesas, cierre al salir, acusaciones de golpes de estado, fingidas teorías de insubordinación, puestas en riesgo de la democracia y demás voladuras controladas del espíritu de concordia. El exabrupto le puede. La afrenta le supera. Al principio disimulaba, pero ahora ni puede ni quiere evitarlo, porque la ley se lo permite. Ya lo puso negro sobre blanco en sentencia absolutoria un buen juez: si pudiéramos condenar a todos los políticos que mienten u ofenden necesitaríamos más cárceles en España, y con sus responsabilidades civiles paliaríamos toda la deuda pública.

Si condenasen a Pablo Iglesias cada vez que descalifica, desprecia, dinamita el entendimiento o vomita su rencoroso odio marxista, el Gobierno podría comprarnos mascarillas de algodón egipcio. Ya sabe, querido lector. Si este verano ve a varias personas soplando a una fuente de gazpacho, no lo dude, es una mesa de políticos. Son tan ineptos que piensan que la ignominia es un abrevadero en el que saciar la necedad.