Quien asista a un acto público en estos días, detectará un patrón que quizá haya observado antes en otro lugar, tal vez en alguna revista de divulgación científica, o en los libros escolares de su prole, dentro de las páginas dedicadas a la expansión del universo: la disposición de las sillas en la sala le recordará los esquemas explicativos de dicho fenómeno, según el cual las dimensiones espaciales parecen extenderse según el universo se hace más viejo. Así, los asientos mantendrían las posiciones relativas de visitas anteriores al mismo lugar, pero parecen haberse distanciado notablemente entre sí de la misma manera que las galaxias aumentan su separación a medida que se alejan de un Big Bang primigenio, tal y como formuló Edwin Hubble en la década de 1920; la memoria visual ha asimilado mentalmente ambas imágenes de una manera bastante convincente. Claro que la prudencia aconseja detener aquí mis disertaciones cósmicas de columnista diletante y dejar de adentrarme en jardines que pudieran poner en evidencia mi ignorancia oceánica en disciplinas que me son ajenas; a fin de cuentas, nunca se sabe quién puede estar leyendo este artículo que pudiera ponerme colorado: mi querida y prometedora sobrina la astrofísica, sin ir más lejos.

Por cierto, durante el pasado Estado de alarma hemos escuchado voces variopintas que han interpretado las exigencias de distanciamiento social como un alegato en defensa de la forma de crecimiento urbano que los anglosajones denominan «sprawl». Convengamos que la planificación de ciudades es menos abstrusa que la astrofísica, pero las simplificaciones en materias complejas no son buena opción; nunca se sabe quién puede estar escuchando los razonamientos de uno. Podrían ponerlo colorado.