Ponerse a escribir sobre los más de trescientos años que la orden del Císter ha cumplido en Málaga en una tarde de tórrido terral, seguramente debe ser tan disparatado, a primera vista, como organizar una exposición sobre ello en julio y agosto, en un lugar tan inhóspito y destartalado como las pequeñas salas temporales del Museo del Patrimonio Municipal. Pero es solo a primera vista. Si se hace un ejercicio profundo de eso tan olvidado como es analizar una cuestión a fondo, se puede llegar a la conclusión de que encaja perfectamente con el ambiente, el clima, las circunstancias, el fondo y las formas de un país desquiciado y un mundo esquizofrénico. Es decir, un disparate más carece de importancia. Ya que estamos.

Pero las apariencias engañan, como siempre. El Císter cerró su convento, recoleto y casi escondido en ese lugar tan umbrío y fresco como es la trasera del Museo Picasso, por falta de vocaciones. Por falta de deseos de comprometerse, por carencia de voluntad de sacrificio, porque hay que vivir a tope el aquí y ahora, porque todo es líquido, feble, desinhibido, tan carente de seriedad y profundidad, como ese lema que campa por las oficinas de Correos de «aprender jugando», porque hoy se juega a todo. Y naturalmente se pierde. Una y otra vez. Pero se nos convence de que en realidad hemos ganado. Y el Císter es sobre todo silencio, algo que no existe en el mundo de hoy. Y trabajo, que mejor no hablar del tema. Y oración, que es tan ruidosa como el silencio inexistente. Y es retiro, apartamiento, alejamiento, confinamiento. Como ese del que no acabamos de salir y en el que, seguramente, volveremos a entrar. Y mezclando todas estas ideas, se llega a la conclusión de que tiene mucho sentido, todo el sentido, exponer algo que ya no existe para ver si de esa forma, a lo mejor, alguien cae en la cuenta de que este camino es erróneo y con poco recorrido por delante. Se expone lo que se desconoce, lo que asombra, lo que extraña, lo que maravilla, lo insólito, lo excepcional, lo que se sale de las reglas comúnmente aceptadas como normalidad, ya sea la antigua, o la nueva.

El Císter es una de las varias reformas que la religión católica ha introducido desde dentro de ella misma, sin por ello provocar un cisma. Cluny, los franciscanos, los jesuitas han sido, entre otros, algunos de los intentos realmente profundos, que cambiaron la estructura, las formas y casi la propia esencia de esa maquinaria de poder que es la Iglesia. Otros intentos de reforma han terminado muy mal, como la Reforma, que condujo a la división y el cambio de paradigma en el pensamiento europeo. De manera que, como siempre, cuando los cambios son precisos y necesarios, mejor desde dentro, que desde fuera. Mejor cambiar uno mismo, antes de que te transformen en otro desde fuera.

La exposición con el mismo nombre que el título de estas líneas intenta reflejar esa idea. Desde los colores utilizados en ella y tomados de los reflejados por los autores de las cartas de profesión, la ubicación de las imágenes, la presentación cronológica de los fondos documentales del Císter, actualmente depositados en ese arsenal de conocimientos y acontecimientos, que es el Archivo Municipal y hasta la música seleccionada como marco liviano del silencio. El oro viejo como símbolo de la domus aurea. El azul añil, como símbolo de virginidad. El blanco como expresión de la pureza. La imagen del Niño como el origen de todo, el Verbo primigenio. La Inmaculada, como expresión de la versión española o italiana del Císter, tan barrocos ambos, frente a la desnudez gótica del cisterciense francés. San Benito, como padre fundador y patrón de Europa, creador de las reglas, las normas, los cánones por los que se ha regido el mundo claustral europeo durante mil años. San Bernardo de Claraval, el segundo reformador. Ambos, obras de las hijas de Mena a las que su padre había enseñado talla y policromía antes de entrar en el convento, con sus respectivos símbolos distintivos a los pies, sin haber querido modificar lo que el paso del tiempo ha deteriorado, como siguiendo las instrucciones de Ruskin. Cristo vejado, enflaquecido, empequeñecido, amoratado en una de las más altas realizaciones de Mena. Y la Dolorosa sola, al final de la exposición, como en un callejón sin salida, más frontal, menos manierista y teatral que la bellísima de la Catedral de Málaga, casi como la expresión de «¿y ahora cómo salimos de aquí?».

Los fondos documentales abarcan una selección de algunas de las referencias de la vida diaria en clausura, libros de rezos, de contabilidad, padrones de protectores, porque no solo de oración vive el hombre, censos, reglas, libros de viejo papel cosidos a mano con hermosas y complicadas caligrafías, cuyo solo tacto emociona.

Y la joya de la corona en las llamadas cartas de profesión expuestas de forma cronológica, desde la más antigua de principios del XVII a la más moderna de finales del XIX. Veinticuatro cartas seleccionadas entre cientos, al igual que el resto de la documentación, con criterios éticos y estéticos, las más importantes y las más hermosas, documentos en los que las jóvenes se comprometían de por vida con el silencio, el trabajo, la oración, la pobreza, la castidad y la obediencia. ¿A qué suenan estos términos hoy en día, si es que suenan a algo? Son palabras que van perdiendo su significado con el paso del tiempo, porque ya no se utilizan, porque el idioma vivo y creativo las va abandonando porque no se usan, no significan nada, no son referentes de nada. Y sin embargo han sido la columna, la base de las vidas de miles de personas, que han entregado sus existencias en su ejercicio cotidiano. Y tenían sentido y serían polvo enamorado. Y formalmente son de una extraordinaria belleza y transparentes en su significado estético. Se aprecia las que pertenecían a jóvenes de alta cuna, las de menor importancia pecuniaria, la evolución del gusto y las formas a lo largo de los años, desde la simplicidad de la primera, casi como una escritura notarial antigua, las bellísimas y riquísimas barrocas y rococó, hasta llegar de nuevo a la simplificación de las del XIX, en la última de las cuales se aprecia la casa litográfica de París que la realizó.

Entre todas ellas, brillan las de las hijas de Felipe de Unzurrunzaga, arquitecto vasco contratado por el conde de Buenavista para llevar a cabo las obras del Santuario de la Virgen de la Victoria, las iglesias de Santiago, San Felipe y los Mártires, y especialmente, las de las hijas de Pedro de Mena, Claudia y Andrea, que entraron en el Císter con edad de adolescentes de hoy, mujeres de ayer, a quienes solamente una calle y los altos muros de la clausura separaban de su padre. Estas cartas denotan una excepcional maestría en su ejecución, sin necesidad de la belleza de colorido de otras mucho más ingenuas, en sus bellísimas cartelas con sus nombres rodeados de ángeles y hojarasca, en un refinado ejercicio de muy probable autoría paterna. Y se aprecia algo realmente extraordinario en ellas, al leer que las autoriza Fray Alonso de Santo Tomás, el bastardo de Felipe IV, ese elegantísimo hombre perplejo, a quien su padre intentó varias veces reconocer sin éxito, porque el hijo solo reconocía a sus padres de Vélez. Y cuando Fray Alonso y Pedro de Mena coinciden en Málaga, el uno como obispo y el otro como autor de la prodigiosa sillería del coro de la Catedral, se hacen amigos y seguramente el imaginero aconsejara a su amigo prelado acerca de la construcción de la residencia veraniega del Retiro en largos paseos de atardeceres de verano. Y el Rey viene un día a Málaga en una ruta andaluza para aplacar las soberbias soberanistas del duque de Medina Sidonia y «posa» en el Hospital de Santo Tomas, como expresivamente reza una lápida en el patio derecho del edificio, y no sabemos si padre e hijo llegaron a encontrarse en algún momento. Y cuando Pedro de Mena muere, sus hijas ven salir el cortejo fúnebre del domicilio familiar en calle Afligidos, desde las celosías del Císter y es posible que cantaran algún oficio de difuntos de los múltiples que guarda el archivo catedralico en la torre acabada. Y si no fue así, es hermoso creer que así ocurrió. La Historia a veces también está hecha de sueños.

Vayan a ver esta muestra. Es un ejercicio sobre la vanidad de la vida, la permanencia impasible de lo eterno, el valor de las causas sagradas y perdidas, la futilidad de la acumulación de riquezas. En medio de este extraño verano lleno de miedo y económicamente vacío, de desesperanzas plenas, de tórridos atardeceres sofocados por los bozales, no es una tontería darse un paseo por allí. Oír la música sacra, contemplar y leer viejos documentos que encierran antiguos fervores religiosos juveniles, mirar a Cristo cara a cara -como una buena fotografía de Alfredo Viñas que ha publicado un periódico local- y preguntarle como Pilatos «¿qué es la Verdad?», reparar en que la mentira no ha sido siempre el motor de esta nación, ni la inanidad ha sido el eterno patrimonio occidental. Ha habido otros tiempos, otras formas, un pensamiento fuerte, una solidez intelectual, un tiempo en el que se esculpía prodigiosamente y era aquí, muy cerca de donde «vive» Picasso, que si hubiera conocido el Ecce Homo que allí se muestra, no duden que hubiera actuado sobre él. Tal es el impacto que su contemplación produce. Cuando salgan y vean las calles vacías, no tengan miedo, no pasa nada nuevo en la inconmovible luz del atardecer. La vida seguirá con nosotros, o sin nosotros. Pero seguirá. La peste tampoco pudo con aquel mundo, que era también profundamente injusto. Como el actual. Es posible que en su visita coincidan con el oboe de la imponente cantata de Bach «Ich habe genug»- ya tengo bastante - y la voz prodigiosa de Fischer-Diskau. El vino de Málaga de «La Odisea», la taberna de al lado, seguro que les da un subidón.