Define el diccionario la hipocresía como el «fingimiento de cualidades y sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen y experimentan». Y sólo cabe aplicar esa palabra al comunicado con el que el que llamamos Rey emérito se despidió el pasado lunes de España y de los españoles. Un comunicado en el que Juan Carlos I habla del «afán de servicio» de siempre y dice tomar su decisión de abandonar el país «con profundo sentimiento, pero con gran serenidad, tras haber sido rey de España durante casi cuarenta años», durante los cuales, asegura, siempre quiso «lo mejor para España y para la Corona». Es un final deshonroso de un monarca que debe su corona a la reinstauración de la deshonrada monarquía borbónica por un dictador que tuvo la endiablada habilidad de no meter al país en la Segunda Guerra Mundial y que logró de esa manera no seguir el mismo destino que sus coetáneos Hitler y Mussolini.

Es, por otro lado, una desgracia que todo ello ocurra en un momento en el que España atraviesa, al igual que tantos otros países aunque seguramente con mayor agudeza, una profunda crisis sanitaria y económica por culpa de la pandemia del coronavirus y en el que, si algo no puede permitirse de ninguna manera, es una crisis constitucional. De don Juan Carlos sólo puede decirse que dilapidó con su indigno comportamiento el prestigio del que, pese al polémico origen de su reinado, gozó durante tantos años tanto dentro como fuera de España por su contribución, en momentos especialmente difíciles, a la defensa y consolidación de la democracia, por imperfecta que ésta pueda a veces parecernos.

Pero si el anterior monarca es el máximo responsable de su desgracia, no es, sin embargo el único: durante tiempo los medios de comunicación, demasiado acomodaticios en general con el poder, optaron por hacer la vista gorda ante ciertos comportamientos y determinadas amistades peligrosas del monarca.

Debido al tratamiento obsequioso de los medios y a la propia inviolabilidad que le otorgaba la Constitución, don Juan Carlos se creyó totalmente impune y capaz de hacer cosas a las que no se habría atrevido en el caso de que la prensa, incluida la monárquica, hubiese cumplido la función de cuarto poder, es decir de investigación y control que se le atribuye en una democracia sana.

Y no me refiero a las aventuras extraconyugales de don Juan Carlos, que eso es algo que sólo puede interesar a los medios sensacionalistas, sino a cosas de importancia capital para el país como la percepción de cantidades millonarias de regímenes como el saudí por su supuesta intermediación en contratos para empresas españolas como el AVE a la Meca y su posterior ocultamiento en paraísos fiscales.

Como en tiempos de Franco, hemos tenido que enterarnos aquí gracias a lo publicado inicialmente por algún medio extranjero, de la existencia de una cuenta en un banco suizo, de su evasión de impuestos a través de una fundación con sede en Panamá y de otro banco radicado en Bahamas, así como de las supuestas presiones del Centro Nacional de Inteligencia a su ex amante Corinna Larsen para que no hablara con la prensa. Comportamiento totalmente mafioso si es que se confirma.

Ha sido gracias a la tenacidad de un fiscal ginebrino, y no a la justicia española, que en un determinado momento decidió no seguir investigando por considerar que no existían pruebas suficientes, como hemos podido tener noticia de un comportamiento totalmente indigno por parte de alguien que ostentaba la más alta magistratura del Estado y debía servir de ejemplo a sus conciudadanos. Que un jefe de Estado se dedique a cobrar multimillonarias comisiones ilegales y que las oculte luego al fisco de su país con ayuda de sus testaferros no es, como afirma don Juan Carlos en su último comunicado, querer «lo mejor para España y la corona», sino justamente lo contrario.

En ese comunicado, que quiere servir de cortafuegos para salvar a su sucesor, Felipe VI, el ex monarca no admite ningún error ni, por supuesto, pide perdón, sino que se limita a hablar eufemísticamente de «ciertos comportamientos pasados de mi vida privada». Es una frase intolerable, tratándose de una institución hereditaria como la monarquía.

Tiene razón el historiador Ángel Viñas cuando declara en entrevista con el diario.es que «es imprescindible que la Casa Real deje de refugiarse tras un velo de secretismo que no tiene comparación con ninguna monarquía europea». España no es, no debe ser Marruecos ni Arabia Saudí. Es cada vez más urgente si se quiere, como quieren los monárquicos, salvar la monarquía, limitar la inviolabilidad de quien ocupa ese puesto. Pero hay aquí demasiado miedo a tocar la Constitución. Y así, me temo, que seguiremos.