Yo nunca he querido perro. De niño no tuve y de adulto no me llamaron nunca la atención los que tenían compañeros o amigos, que hablaban de ellos como si hablaran de sus hijos y por lo visto les salían igual de caros y les ocupaban el mismo tiempo, sin embargo todos ellos parecían satisfechos, siempre creí que era la impresión que querían dar, como esos padres que hablan maravillas de sus hijos y luego les critican todo cuanto hacen. Tampoco nunca me conmovió la mirada de ningún perro, tal vez porque ninguno me había mirado hasta ahora como me estaba mirando este, que parecía que hablara y supiera mi nombre y lo pronunciara con insistencia. Así que me levanté y me acerqué hasta él que no se movía, pero nada se lo impedía, al fin y al cabo llegó hasta ahí por sí mismo, sigiloso, yo no lo oí llegar ensimismado como estaba mirando al mar oscuro pensando en nada, que es lo que quiero pensar cuando bajo de noche a la playa a mirar al mar. La luna parecía más llena en el brillo de sus ojos con cada paso que me acercaba y los cerró de pronto cuando ya al lado se me ocurrió acariciarle la cabeza, me senté a su lado y él se estiró del todo y una exhalación profunda expresó su tranquilidad.

No sé cuánto tiempo nos pasamos ahí los dos, el uno al lado del otro, sin decir nada, en una completa compañía, sin interactuar, compartiendo la experiencia de la soledad los dos juntos. Sonaban solo las olas y algunos grillos al fondo, la música del ahora, nada fugaz, nada foráneo, nada con prisas, algún pez rompía de vez en cuando el techo de agua y saltaba por encima para zambullirse de nuevo. Llegó la hora de marcharse, seguía todo en silencio, seguíamos juntos y nos fuimos a casa.