Lunes. Amaya va leyéndome, de un blog de la zona, la historia de aquel viaje que Juan Goytisolo y Monique Lange realizaron por tierras almerienses en los años cincuenta. Un catalán y una francesa sofisticados y elegantes en vehículo lujoso atravesando aldeas, desiertos y aislamiento almeriense. Sudorosos labriegos al atardecer. Desocupados tomando café. «Nos cambiaban agua fresca de botijos por cigarrillos franceses». De aquello nacería la novela 'Campos de Níjar'. Nosotros ahora, viniendo de Mojácar, estamos llegando por la carretera sibilina con invernaderos a su vera, a San José, bello pueblo con estupenda playa. Unas nubes desagravian al visitante, restándole calor. Hay un aparcamiento a la entrada del pueblo. Bastante gente pero no masificación. Se oyen muchos acentos. Andaluces. Nos damos un baño vivificador y desde el agua contemplamos como las urbanizaciones de casas blanquísimas han ido trepando la montaña. Mi hijo trata de convencernos de que el almuerzo más adecuado sería una pizza. Comemos un arroz con gambas de Garrucha en un pequeño establecimiento desde el que se vislumbra el puerto deportivo. Tiene un aire auténtico San José, también una brizna de enclave alternativo. «Ah, ¿vienen de Málaga? Pero si eso está ahí al lado», dice un jovial camarero que ofrece a los postres licor almeriense de tomillo. «Málaga está muy cerca», nos dijeron ayer también en Carboneras, donde dimos cuenta de un rodaballo a la parrilla. Tal vez sea la manera de muchos almerienses de conjurar esa lejanía y olvido, ese esquinamiento en el sureste. Almería es la gran desconocida, nos dirá la recepcionista del Parador de Mojácar días atrás, a nuestra llegada. Y muy bella, debo añadir. Goytisolo volvió varias veces. Incluso en uno de sus viajes trajo un equipo para captar localizaciones y ambientar una película basada en su novela. Pero alguna autoridad local consideró ofensivos sus textos. Años después buscaría su paraíso en Marrakech. No sé si Goytisolo llegó a probar la cuajadera de sepia. Es guiso viejo y saludable.

Martes. José Antonio Sau me alerta de que sale un libro sobre González Ruano. Lo encargo. Es de Marino Gómez Santos. Estoy impaciente. Ahora está de moda decir que Ruano fue un canalla. Tal vez. Pero a mí lo que me interesa es su prosa. Fatalmente, el toque vil le otorga un toque más fascinante todavía. El entusiasmo que me produce aún la llegada de ciertos libros me hace suponer que soy un jovenzuelo curioso e inquieto. Ahora que he decidido, renunciando a un cacho de espíritu joven, que se está mejor en la playa sentado en una silla y no en una toalla tirado de cualquier manera. La silla hay que cargarla, claro. Como los prejuicios. Pero luego te alegras. Leer un periódico impreso sentado en la orilla a la hora en la que el sol va siendo derrotado es un placer comparable. Pero no es cuestión de compararlo.

Miércoles. Hablando de periódicos. Cada vez hay menos kioscos. Es difícil encontrar alguno en según que parte de Madrid, Granada o Málaga, por ejemplo. En Vizcaya te venden el periódico, doy fe, en los chinos y las pastelerías y panaderías y hasta en cafeterías. No sé si esto es una sagaz observación de un diarista viajero o la consignación de las manías de uno.

Jueves. El final de agosto es un mirar las fotos de los viajes. Ese vuelo en Vueling como sardinas, les da igual todo, esos felices almuerzos en Bilbao en julio, la excursión a Santoña, las jornadas en San Sebastián. No hay melancolía y sí un recuerdo vago de cómo era la rutina, de cómo era la vida hasta mediados de marzo. Quiero una mascarilla de Spiderman.

Viernes. Apuro un Negroni en la terraza del Málaga Palacio. Famosos a la vista. Quedan días de verano.