Igual que, desde Altamira, la gran pintura se revela en cuatro trazos, los grandes hechos de la historia suelen ofrecer imágenes cuyo enorme poder los explican por sí mismas. En el orden doméstico español, la de la marea humana inabarcable del 11-S de 2012, que puso en marcha el independentismo. En el orden mundial la nube de polvo que borró la perfecta simetría imperial de las Torres Gemelas, en el siniestro ataque del 11-S de 2001. En el orden de los sistemas políticos, la del médico Salvador Allende oteando el cielo surcado por los cazabombarderos desde un balcón del Palacio de la Moneda, con americana, jersey de mezclilla, casco y un subfusil en ristre, sabiendo ya que todo estaba perdido menos la dignidad ante la historia, y que en ésta caben errores pero no gestos descompuestos. En todos esos casos la iconografía y los hechos que funge son la misma cosa: el signo de su verdad.