Si la lectura ni la escritura, aunque se intencione lo contrario, afloran en nuestra realidad como cubículos de asepsia valorativa que pudieran ser impermeables a cualquier injerencia externa que fuera más allá de la opinión o relación directa con el escritor que crea o el lector que recibe. Y es que quizá también, «en este tiempo hostil, propicio al odio», que diría el poeta Ángel González, un tiempo desapacible de conversación incierta, pobre y difuminada, el diálogo interpersonal ha perdido toda su antigua raigambre de profundidad. Y así, hoy por hoy, mientras que a nuestros adolescentes no les pesa hablar de intimidades divinas y profanas a través de las redes sociales, por otro lado y a sensu contrario, se les lengua la traba frente a la inmediación de un face to face, pues no están acostumbrados a la hondura de la plática directa si no media entre emisor y receptor el puente de la mensajería telemática. ¿Dónde quedaron entonces, dónde andarán, aquellas miradas que, desde siempre, habían pesado más que lo dicho? ¿Dónde quedará aquel mensaje de «lo que jamás sabrás por mis palabras» en un mundo donde las pupilas no interaccionan? En este universo de conversaciones tibias, donde la pantalla de la telefonía móvil abduce miradas en foros que antaño lo fueron de chafardeo, dígase cafeterías, barras de bares, bancos de plazas y rutas parroquianas y peregrinas de autobús o tren, la lectura irrumpe nuevamente como objeto de un diálogo que se alza más allá del directo y evidente que se deriva entre libro y lector. Porque nos lleva a otras gentes, a otras letras y a otras potenciales conversaciones. Porque fue leyendo 'El nombre de la rosa' cuando «de pronto comprendí que, a menudo, los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí», pudiendo a veces, si uno se para a paladear la hermosura de la metáfora, casi percibir el siseo de los mismos entre los anaqueles de bibliotecas y librerías. Un sonoro diálogo de tinta y papel donde los propios tomos se buscan entre sí para alabarse, contradecirse, complementarse o, incluso, para hacerse la peineta y mandarse entre ellos mismos allí donde dicen que picó el pollo y vino bien gordo. Y es ese diálogo vivo desde lo escrito el que, «ayúdame Obi Wan Kenobi», emerge para alzarse como nuestra única esperanza cuando la lengua se nos apaga dentro del inquietante futurible inmediato que hoy nos pincela desde su columna vecina, colindante y adosada a la presente, el deseado retorno a la tecla del ínclito Javier Muriel. Porque seamos francos: si el más grande de los grandes, don Miguel, el de Alcalá de Henares, permitió que, por boca de don Alonso, la grandeza de su libro hablara de otros libros en imparable comunicación, cuánto más no habrá de sucedernos a quienes coqueteamos, siempre aprendices, con la fantasía épica que supone adentrarse en el mundo de la escritura, ya sea, qué más da, desde la poesía, la novela o el columnismo. Porque «quiero, Sancho, que sepas que el famoso Amadís de Gaula fue uno de los más perfectos caballeros andantes». Y es que también les digo que, en ocasiones, desde la intimidad de mis penumbras provocadas por los tiempos que nos toca vivir, leer la realidad del día a día a través del subjetivo diálogo del columnismo, si bien deja de lado la asepsia informativa, aporta en su lugar el olor, las miras, las cautelas, alabanzas y rechazos de lo puramente personal que emerge a modo de conversación escrita con el otro. Porque también el columnismo, insisto, mantiene un potente diálogo entre sí. Un diálogo de afinidades y rechazos, de jerarquías, de enseñanza entre maestros y aprendices, de referencias, de réplicas y de complementación. Un diálogo, en definitiva, vivo, que alumbra la realidad con las penas, agobios, alegrías y desventuras de quien, responsablemente, valora este humilde envío semanal desde el concepto de 'la última esclavitud', sí, que refería el maestro Alcantara, pero también desde la oportunidad de dar voz a los sin voz, alzar gritos de denuncia frente a lo indeseable, defender, replicar, posicionarse y, cómo no, hacer reír o, al menos, sonreír al personal a los fines de resucitar los diálogos muertos desde un corazón que, como decía Machado, aún sigue esperando para los tiempos que corren «otro milagro de la primavera».