Es raro que las estrellas desaparezcan con discreción. Lo habitual es que sus últimos compases se acompañen de una gigantesca explosión que, a veces, puede ser percibida a simple vista. Ruth Bader Ginsburg (RBG), abogada por Harvard y Columbia, feminista, judía, emprendió en la década de 1970 un combate judicial sin tregua para cambiar las leyes que consagraban la discriminación por género. Medio siglo después, tras 27 años en el Tribunal Supremo de EEUU, la jueza Ginsburg se había convertido en una estrella cuya popularidad igualaba la de los viejos divos del rock y los raperos del siglo XXI. Su muerte, el viernes de la pasada semana, a los 87 años, provocó la esperable explosión estelar. Un terremoto que, a mes y medio de las presidenciales del 3 de noviembre, ha sacudido hasta las raíces una campaña electoral marcada hasta ahora por la pandemia, la recesión y los disturbios raciales contra el gatillo fácil de la policía.

El regalo. Es seguro que a RBG le habría horrorizado la idea de hacerle un regalo, por pequeño que fuera, al machista Donald Trump. No en vano durante la campaña de 2016 se pronunció contra él con parcialidad impropia de un miembro del Tribunal Supremo. «Es un farsante», afirmó. «Dice lo primero que se le pasa por la cabeza», añadió con clarividencia. «Si llega a la Casa Blanca, me voy a Nueva Zelanda», remachó. Trump pidió su dimisión y aseguró que su cabeza de 83 años ya no funcionaba.

Cuatro años después, la muerte de RBG, víctima de un cáncer de páncreas, brinda al magnate el regalo de hacer su tercer nombramiento para el Supremo en cuatro años. Tres de nueve. Una poderosa baza electoral que Trump, todavía relegado en las encuestas, no va a desaprovechar.

Larga sombra. El nombramiento de un nuevo juez cambiaría la correlación entre conservadores y liberales del 5 a 4 conocido hasta la muerte de RBG a un 6 a 3 que, teniendo en cuenta el carácter vitalicio del cargo y la edad actual de los miembros del Supremo, marcará a EEUU durante años. Al fin y al cabo, la Alta Corte no es sólo el tribunal de última instancia sino también el intérprete de la Constitución. De modo que la jurisprudencia generada por sus fallos no solo condiciona las resoluciones de los tribunales inferiores sino que conlleva la derogación de leyes. Una mayoría conservadora de 6 a 3 que contrasta con que los republicanos solo hayan ganado en voto ciudadano una de las siete últimas elecciones presidenciales (Bush, 2004) y que influirá sin duda en asuntos como el aborto, los derechos de la comunidad LGTBI, la legislación medioambiental o la posesión de armas.

Con ser trascendente todo lo anterior, resulta clave en estos momentos la potestad del Supremo para resolver litigios electorales. En muchas memorias pervive aun que George W. Bush fue elegido presidente en 2000 gracias a una decisión de la Alta Corte sobre el crucial recuento de votos en Florida. Y Trump lleva meses repitiendo que solo un fraude demócrata en el voto por correo le impedirá ganar las elecciones, por lo que, de perderlas, recurrirá ante el Supremo. El pasado jueves, el republicano redondeó la idea al rechazar comprometerse a una transición pacífica si pierde.

El escándalo. En un gesto poco habitual en él, Trump tuvo la cortesía de alabar primero la figura de RBG («una mujer increíble») y luego, al día siguiente, llamar a que se cubra «sin demora» su vacante. La exigencia ignora la posibilidad de que el 3 de noviembre cambien de manos la Casa Blanca o el Senado, instancia en la que se confirmará o rechazará el nombramiento. Y así saltó el escándalo que ha trastocado la campaña electoral al recordar los demócratas que, en 2016, los republicanos impidieron a Obama hacer un nombramiento al Supremo alegando que se vivía un año electoral.

Trump se refuerza. La sorpresa favorece a Trump por varias razones. En primer lugar, porque ha orientado todos los focos hacia el Supremo alejándolos de la gestión presidencial de una pandemia que, el viernes, se había cobrado ya más de 200.000 muertos. Después, porque un tercer nombramiento en el Supremo sería un magnífico cumplimiento de una de sus promesas electorales y, además, le protege frente a la eventual defección de algún juez conservador en caso de recurso electoral. Por otra parte, la polémica estimula la voluntad de acudir a las urnas de las bases republicanas y consolida la subida en la aprobación del presidente, que ha pasado del 41,2% del 29 de junio al 45,3% del pasado jueves.

Desolación demócrata. Los rivales de Trump saben que, salvo sorpresa, es poco lo que pueden hacer para impedir el nombramiento, una vez que los senadores republicanos se han comprometido a apoyarlo en número suficiente (51 de 53). De modo que solo les queda denunciar que en 2016 Obama no pudo cubrir la vacante del conservador Antonin Scalia porque el Senado se lo impidió alegando que solo faltaban nueve meses para las presidenciales. Y confiar en que la maniobra trumpiana, legal pero sucia, movilice a la fracción del electorado demócrata a la que no excita mucho el centrismo prudente de Biden, empeñado en una campaña de perfil bajo acorde con su idea de vender sobriedad frente a los excesos de Trump.

De momento, las encuestas siguen favoreciendo a Biden, tanto a escala nacional como en los estados bisagra que deciden las elecciones. Pero la ventaja de 6,5 puntos que le adjudicaba el jueves el promedio de encuestas RCP está lejos de los 10,2 puntos que marcaba el 23 de junio. Sin duda, el primero de los debates presidenciales permite medir el alcance del terremoto desencadenado por la muerte de la jueza Ruth Bader Ginsburg.