Aunque soy un fiel seguidor de lo preventivo y del concepto de ciudadanía, también les admito que, sin dejar de lado aquello, procuro esbozar mis días, siempre en la medida de lo posible, haciendo la vista gorda a la pandemia a los fines de que ésta no desarticule en demasía los grandes horizontes y metas a los que uno pretende dirigir el tiempo que le ha sido concedido. Y es que vivir el día a día desde la sencillez y el agradecimiento por el mero instante está muy bien, es sanísimo, pero el hombre, desde su plena libertad natural, también es progreso, futuro, proyecto y evolución. No queda más que caminar, de un modo distinto quizá, en un mundo nuevo, no les digo que no, con más incertidumbre y más desasosiego, sí, pero seguir caminando desde lo que realmente somos, sin renunciar a nuestras ilusiones ni a nuestra identidad. «El mundo ha cambiado, lo siento en el agua, lo siento en la tierra, lo huelo en el aire», clamaba la mayor princesa de los Noldor en la obra de Tolkien. Normalizar el día a día de la situación generada por la pandemia sin dejar de hacer frente a la misma desde cada una de las trincheras posibles, la sanitaria, la social, la económica, la política y la del duelo, sigue siendo a día de hoy la gran incógnita de esta terrible combinatoria donde ya no sabe uno si el peor enemigo es el virus o la gestión política de la trama. Pero lejos de pretender derivar la presente en un análisis político de la situación actual que, les confieso, me supera por exceso de hastío y de escenografías de boquiabierta y dispersa improvisación política, ahora negro aquí, ahora blanco allá, lo que hoy me descubro pensando es lo que pudiera ser de nosotros si lo que creemos provisional se estanca como cotidiano para llegar a irradiarse como cruda realidad en el mundo de las artes y, por ejemplo, en el mundo del cine. Porque, pensando muy desde el laboratorio, pero pensando al fin y al cabo, ¿afectará la desapacible modernidad de la palabra distopía al rodaje de aquellas historias que, a partir de ahora, se generen en el marco de un contexto posterior a 2020? Y es que, salvando la ciencia ficción, la fantasía épica y los géneros históricos, el cine, desde su parcial intención de extrapolar, entre otras cosas, ciertos ecos de realidad, ¿no habría de reflejar entre su utilería, sus extras y sus protagonistas la ya tan habitual mascarilla? ¿Qué será de nosotros si lo interino de la situación consigue plaza titular y, de repente, tenemos que hacernos el cuerpo a que los protagonistas del celuloide interpreten a medio rostro? Cualquier escena pública, debiera entonces, a fin de transmitir visos de verosimilitud, rodarse desde entornos enmascarados. ¿Qué hacer entonces con las escenas más íntimas, las escenas privadas, las escenas de amor? Porque si bien es cierto que a nivel de ficción bien podrían rodarse sin mascarilla, no olviden ustedes que la eventual pareja de actores que protagonizara la hipotética escena no tiene por qué pertenecer al mismo círculo y, por tanto, el rodaje les expone. ¿Habrá que hacerse un test rápido antes de rodar un beso? Imaginen ustedes que la escena de Rick e Ilsa en la que bailan al son de Perfidia se hubiera rodado con mascarilla de por medio. Por mi parte, preferiría que me engañaran, que el cine y nuestras historias siguieran siendo, a pesar del 2020, como siempre lo han sido, que el celuloide me enseñe ojos, nariz, labios, dientes y lengua a pesar de la triste realidad. Pues la mentira en el cine es piadosa, soportable, una suerte de bálsamo que bien puede servir para recordar tiempos mejores y, al mismo tiempo, fomentar los anhelos de esperanza que, a pesar del topicazo, es lo último que habríamos de perder. Pero, ¡ojo!, que me mientan en el cine como engaño consentido no ha de derivar en que uno asuma dócilmente los engaños de la política, las decisiones sanitarias tomadas a cuenta de quién sabe qué otros intereses, las mentiras embozadas y aquellas otras que endurecen la jeta y que no sacan vergüenza ni a golpe de hemeroteca.