O sea, final, terminación, ruptura... Pues eso, el acabijo, los acabijos, son parte esencial en la vida del sapiens. La naturaleza del hombre es una historia de sucesivos principios y finales en los que el apego actúa como motor impulsor. Ay, ese apego que aprendemos amorosamente con mamá y que, a la larga, termina deformándose para hacernos prisioneros de nuestras necesidades ortopédicas, es decir, de esos constructos que más que necesidades son simples deseos que hemos incorporado a nuestra errada percepción de la felicidad y la riqueza.

No, no huya, amable leyente, que, aunque en el introito mis palabras se hayan derramado en el sentido que expresan, hoy no pretendo darle la vara con la Teoría del Apego, ni con el inhumano experimento con bebés de simio del doctor Harlow, ni con consejos que lo empujen al desapego desde la perspectiva de que el secreto de la felicidad reside en asumir lo que la mística enuncia como «no poseer nada, para que nada nos posea».

Hoy la cosa solo pretende ir de acabijos. Por ejemplo, ¿ha reparado usted en cómo, desde que el mundo de las mascarillas llegó a nuestras vidas, hemos acabado radicalmente con el apego que hemos mantenido durante toda nuestra vida a los pasamanos de las escaleras, a las manijas de las puertas, a los bolígrafos ajenos, al cambio que nos devuelve la amable cajera sin guantes en el supermercado...?

Si le presta un poco de atención descubrirá que es como si por arte de birlibirloque hubiéramos pasado del apego más profundo al más interiorizado desapego a buena parte de las herramientas diseñadas y venidas para hacernos la vida más fácil. Los picaportes, los pulsadores de las cisternas, los botones de control de los ascensores, los interruptores de la luz comunitarios, los timbres en puerta ajena... se han convertido en instrumentos «pensados» para ser usados con los codos.

Los abrazos, los besos y los «choca esos cinco» han sido suplantados. Ahora los vehículos emocionales y protocolarios de nuestros códigos sociales de saludo son los codos, que hasta el momento solo actuaban como mero elemento articular para facilitar la labor a nuestra mano, que es el miembro más habilidoso de nuestra estructura al servicio de nuestro cerebro, que es el amo. El cerebro es el amo, «el prostituto amo» en su oficio, a fe de algunos decires.

Científicamente, desde la atalaya de las ciencias de la salud mental, el apego mal elaborado nos hace prisioneros y el desapego bien comprendido nos hace libres. Es decir, entre el error y el acierto solo media un acabijo, porque toda vez reconducido el apego tóxico, el desapego sano llega solo y sin acabijos.

Por ciento, hablando de apegos tóxicos y apegos sanos, qué decir del modelo turístico que ya ha sobrepasado su senescencia. Ya no se trata de que el modelo «empieza a envejecer», que aquello empezó ya hace lustros, sino de que en demasiados casos ya ha envejecido y su naturaleza exige un inmediato acabijo respecto al modelo. Naturalmente, en una actividad del calado de la turística, en la que la esencia del producto que se vende no es otra cosa que un complejo andamiaje fabricado con las aspiraciones, sueños y anhelos que anidan en un variopinto consumidor turístico cada vez más exigente y mejor informado, el cierre con el pasado, o dicho de otra manera, el acabijo, no puede pasar por ideas que abunden en más de lo mismo.

Independientemente de que hace setenta años nuestra incultura nos empujó a optar por el error histórico del monocultivo para la generación de riqueza en nuestro terruño, no es admisible que pretendamos reparar el error sin reparar el error. De hecho, suena a idea peregrina que, estando el patio como está, algunos nos empeñemos en añadirle peso para fijarlo aún más en sus cimientos, geniales en sus inicios, pero declaradamente deletéreos en nuestros días.

¿Para qué sirve ampliar la edificabilidad de la oferta alojativa? ¿Para desajustar aun todavía más su capacidad de carga eficiente, acaso?

Acabijos, munificentes acabijos científicamente definidos es lo que hace falta. Acabijos en las inercias adquiridas y voluntad de reinventarnos como regnícolas del Reino de la Gobernanza Turística, así, con mayúsculas, que solo es uno y para llegar no tiene pérdida.

Ojalá Platón siguiera entre nosotros y nos lo repitiera hasta convencernos urbi et orbi: Para entenderlo todo, es necesario olvidarlo todo.