La mar, siempre la mar. Qué otro lugar donde buscar consuelo en momentos de zozobra, o de gozar de la plenitud de la existencia. Sentado en el muelle, mirando mar adentro, los problemas se achican y el corazón se expande, las cosas parecen cobrar su verdadera dimensión entonces. La mera intuición de la presencia de la mar, allá tras el monte Gibralfaro, ya reconforta; y constituye un horizonte al que volver tras las ausencias prolongadas. Ya lo decía el maestro Alcántara:

Llegué a la mar. Estaba todavía.

Ella lo mismo y yo distinto. Vaya

Una cosa por otra y, por la playa,

Vayan las dos en busca de aquel día.

La inmutabilidad de la mar, ese lugar al que volver, ese bálsamo para las heridas, lo que nunca pueden arrebatarnos cuando hemos perdido lo demás, parece la última certeza a la que asirnos. Pero, ¿y si cambia? ¿Y si ella ya no está lo mismo? Cuando se meten con nosotros por nuestro lugar de origen cuando estamos fuera, decimos: sí, pero aquí no hay playa. Reservamos este argumento infalible para cuando la discusión derive hasta un callejón sin salida y necesitemos desarmar a nuestro adversario.

Nuestro horizonte marino es, pues, nuestra autoestima, y ahora está amenazado. Sentarse en el muelle frente a un rascacielos donde antes sólo había mar constituiría una claudicación de nuestra sociedad civil a la que parecemos estar abocados, después de que voces más que autorizadas hayan alzado su voz en contra, de forma colectiva o a título individual. A favor también hay voces, claro; pero ninguna desinteresada. Málaga parece condenada siempre a repetir errores del pasado.

La certidumbre de la mar esté lo mismo. ¿Vamos a permitir que nos la quiten?