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Oyendo el suspiro del mar

Oyendo el suspiro del mar

Oyendo el suspiro del mar / L. O.

Sophie Gradon, 32 años. Mike Thalassitis, 26 años. Caroline Flack, 40 años. Tres jóvenes personajes mediáticos ingleses que se suicidaron en un año. Concursantes y presentadora, respectivamente, de un reality show muy popular en el Reino Unido. La cadena que lo emite, ITV, declaró a raíz de esto que iba a cuidar más la salud mental de los participantes. Cada uno de ellos tenía sus propios problemas personales. Pero los tres sufrieron el ciberacoso en redes sociales tras su paso por el programa. Un reality que encierra a posibles parejas normativas con físicos perfectos, con ánimo de enfrentarlas en competiciones y ponerles pruebas. El que se quede sin pareja, es eliminado. Y la particularidad está en que este show funciona implicando al espectador con una app con la que puede decidir, básicamente, qué peligrosa dinámica poner en marcha.

Se llama Love Island y este pasado domingo Neox (Atresmedia) ha estrenado su versión española, y tal como dice en su página oficial «tener la app de Love Island es tener el poder». El macabro poder de empujar a los telespectadores hacia la perpetuación de relaciones tóxicas y abusivas. Algo que está totalmente normalizado, con o sin app, y que estos días está en boca de todos, y en reflexión de muchos. Porque en este programa, quien elige, es el hombre.

Es inevitable no pensar en el documental Rocío, contar la verdad para seguir viva, y en todo lo que está suscitando. Entramos en materia y establecemos líneas rojas. Rocío Carrasco merece un reconocimiento por el increíble esfuerzo de contar su durísimo testimonio, y, además, de saber hacerlo con una impresionante dialéctica de visibilización y concienciación. Rocío está narrando su historia, pero está poniendo un espejo a la sociedad, y lo está haciendo desde dentro, no sólo colocando en su sitio a todos aquellos que han montado patrimonios con todo el dinero que han ganado manipulando una imagen falsa de ella, sino que está haciendo un ejercicio para que nos cuestionemos, está enviando un mensaje histórico desde el lugar dónde se le ha maltratado.

Todos somos machistas. Nadie se salva, hasta las personas más deconstruidas siguen teniendo finas aristas, casi inapreciables gestos, o un deje ligeramente misógino. Y no todo el mundo tiene los mismos recursos para formarse una capacidad crítica. La televisión de nuestro país lleva años extendiendo la normalización de la violencia machista a lo largo de la parrilla. Nos ha hecho cómplices, frívolos y cínicos con este tema; ha conseguido que la realidad ficcionada opere en nuestras vidas, y que veamos normal a tertulianos gritarse unos a otros blanqueando conductas inaceptables, y opinando sobre un tema que simplemente no es opinable.

El machismo mata a mujeres. Mata a hombres. Mata a los hijos. Pero no sólo son cifras anuales que se llevan contabilizando desde 2004; el machismo está tan ramificado que la violencia psicológica es sumamente difícil de identificar. Contra la violencia sólo se puede estar en contra, nada al margen de esto es aceptable en una sociedad libre. La libertad de expresión no es un argumento que funcione ante problemas objetivamente graves y que no son una idea o una apreciación. La violencia machista es una realidad estructural, y en ocasiones, organizada, como ha podido probar Rocío en el documental con pruebas oficiales. Pero no todas las mujeres pueden probarlo, así lo indica ella en uno de los capítulos.

Los matinales, los realities, los late night, los programas de sucesos o de corazón han hecho de la violencia machista un objeto de cotidianeidad y consumo. Desde que en los 70 Berlusconi gestase lo que hoy es Telecinco, la cosificación de las mujeres y el enaltecimiento jocoso del canallismo en los hombres han sido los roles proyectados, llegando a dar espacio a personas capaces de todo con tal de hundir a una mujer. Y eso, además, nos ha adormecido y enganchado, lo hemos aplaudido, lo hemos imitado. Ha descompuesto el interés por la cultura, la educación y el ocio sano. ¿Quién quiere ver una película de Agnès Varda, un concierto de la Sinfónica de Praga, o simplemente, un documental sobre el planeta? Suena aburrido y hasta pretencioso escribirlo. En su lugar, bofetadas, insultos, pistolas, sangre y venganza en horarios dónde menores y adolescentes ven la tele.

Por eso estamos a tiempo. Podemos seguir viendo este tipo de programas (por mucho que los critiquemos en redes), o podemos apagar la televisión y hacer política con el mando para decir basta; plantarnos y no contribuir a que la violencia siga estando presente en nuestras pantallas. Que las televisiones tengan que replantearse cómo ganarse nuestra confianza de nuevo, que vean todo el daño que han hecho.

Y se me ocurre, por ejemplo, que en su lugar acudamos todos, en tiempos de plataformas a la carta, a una de las figuras imprescindibles de nuestra cultura; Rocío Jurado. Concretamente en el espectáculo Azabache de la Expo 92. «Qué no daría yo por empezar de nuevo». La más grande, omnipresente en el universo, debe empezar a estar aliviada allá donde esté al ver que su hija ha podido expresar lo que necesitaba, y está cambiando conciencias con una masterclass de ética, humanidad y justicia, a pesar de la extrema violencia vivida. Gracias, Rocío, y recibe nuestras disculpas. Tú documental sí lo vamos a ver, las veces que haga falta, hasta que entendamos bien la realidad.

A partir de hoy vamos a reflexionar. Vamos a pensar en cómo podemos cambiar las cosas. Nos vamos a sentar al borde de la isla, por la arena blanca de una playa, y vamos a escuchar y decodificarnos, mirando cómo se muere el sol, y oyendo el suspiro del mar. Oyendo el suspiro del mar.