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Escenarios ardientes

escenarios ardientes

escenarios ardientes / Antonio Rodríguez Molina

De madrugada arden unas cuatro o cinco hogueras gigantes concentradas en un área de pocos kilómetros de superficie. Los distintos fuegos son avivados por jóvenes que tiran todo tipo de objetos después de varios días expuestos a un calor infernal, a largas jornadas de frenetismo, y, alentados al cabreo e invitados a la violencia. Esta escena podría pertenecer a una película apocalíptica, a la serie ésta de zombies que no me interesa para nada, o a una premonición que podría suceder en cualquier momento dado el hastío que manejamos los jóvenes con el/nuestro mundo.

Pero no, se trata de imágenes del documental Trainwreck: Woodstock 99 estrenado la semana pasada en Netflix y que ilustra en tres capítulos de 30 minutos la pesadilla en la que se convirtió uno de los eventos de música en directo más significativos de una década, pero también menos conocido. Sí, Woodstock se celebró por segunda vez en 1999 en un intento de, oficialmente, recrear el ambiente de protesta pacífica del festival original en 1968 atravesado por el movimiento hippie como respuesta a la Guerra de Vietnam. Aunque el relato de los organizadores originales era hacer algo parecido en respuesta a la masacre de Columbine del mismo año, la motivación de éstos era escatimosa y de una avaricia incalculable.

La escena planteada hace referencia al final del festival, en el que los datos oficiales apuntan a cuatro violaciones (una quinta que no se reportó pero que tuvo lugar en mitad de un mosh pit durante la actuación de Korn), innumerables peleas y actos violentos, incontables destrozos, mucho descontrol, y una muerte; la del joven David DeRosia, por deshidratación y sin acceso a agua potable. Este cocktail se origina de la avidez de dinero por parte de los promotores. Había muy pocos baños públicos, insuficientes para 250.000 asistentes oficiales (400.000 según otros medios estadounidenses). La mayoría se rompieron tras el primer día, se quedaron inutilizables al no haber suficientes personas del servicio de limpieza, y el agua potable a disposición de los asistentes dejó de serlo al mezclarse con los restos de los WC. El calor era especialmente fuerte, pero no ayudó nada que se celebrase en un espacio sin sombras. La seguridad escaseaba, y los puestos de bebida y comida del recinto aprovecharon para subir los precios a cantidades excesivas. Un absoluto caos que concluyó con hogueras y fuegos extremadamente peligrosos gracias a la gran idea de los organizadores para cerrar tres días de festival; regalar velas a 250.000 personas, muchas de ellas desfasadas después de tres días de festival en condiciones cuestionables.

Pero hay otro detalle que no debe pasar alto. Las bandas. Tal y como se cuenta en el documental, y a pesar de las advertencias de algunos miembros de la organización, los programadores no tenían mucho conocimiento del tipo de música y actitud correspondientes a la mayoría de los grupos que encabezaban el cartel de Woodstock 99. The Offspring, Korn, Limp Bizkit, Ice Cube o Kid Rock alentaban a la violencia, a la rebelión y al despiporre, pero sin mucho fundamento y con muchos «fuck this bitch». El documental ilustra bastante bien la cultura de la masculinidad entre jóvenes de esas décadas en las que los comportamientos machistas estaban tan extendidos que sólo en estos últimos años y con una visión feminista, afortunadamente, podemos empezar a estudiar y a corregir.

Viendo el documental uno se acuerda de los incidentes en Madrid Arena en 2012, en Love Parade de Berlín en 2010, o en aquel suceso en el que dos jóvenes murieron por sobredosis durante una fiesta de música electrónica en el polideportivo Martín Carpena. En todos estos casos se escatimó, y mucho, en seguridad. Y es que, cómo bien me explicaba un gran amigo y promotor musical independiente, los festivales se han convertido en otra forma de gentrificación. Pero ¿todo esto nos pilla muy lejos? Estoy pensando en lo que se nos acerca a finales de verano. Está siendo una época estival muy nutrida de conciertos y muy variados; dejando a un lado las iniciativas culturales más modestas, eso sí, propuestas como Marenostrum y Starlite están pensadas para ricos.

Estoy pensando en Cala Mijas y Andalucía Big Festival. Ambos con una identidad ausente, ambos con restos de que lo sobra de otros festivales. Es el segundo el que especialmente llama la atención, no sólo por no haber gestionado los permisos para su celebración en la zona de Sacaba tal y como se anunció, y con su reciente traslado al Cortijo de Torres. Este festival dispone de un patrocinio público de 4,3 millones de euros, cómo bien ha informado el periodista Néstor Cenizo en las últimas semanas; los organizadores son cercanos a grupo Ciudadanos, y, por tanto, de fácil acceso a Juan Marín, exvicepresidente de la Junta de Andalucía. Al parecer el contrato incluye la promoción de la marca Andalucía, la emisión de un spot de estos rancios en el que la voz en off habla en un acento andaluz que no existe, y un mural que se pintará durante el desarrollo del festival. Ah, y 200 abonos para personal de la Junta, y 150 pases VIP y Premium para los cargos. Hay un desconocimiento y desinterés cultural grave en la mayor parte de gestores culturales de la administración, se omite que a cambio de esta millonada los organizadores vayan a mover a grandes bandas internacionales, de gira por consecuentes ciudades de nuestro país, pero haciendo negocio con el dinero de nuestros impuestos. Las personas que organizan conciertos desde la institución no van a conciertos, no van a festivales.

Un dinero que no se destina al desarrollo de Canela Party, Transdisciplina Málaga, La Cochera Cabaret y a otras tantas iniciativas que cuentan con poquísimos recursos y que proponen una programación de calidad nacional e internacional, y sobreviven gracias al público malagueño y su fidelidad. 4,3 millones de euros son un agravante para que tanto la Junta de Andalucía como el resto de las administraciones que colaboran y subvencionan el festival garanticen por contrato que habrá un plan de seguridad que proteja a los asistentes de comportamientos machistas, racistas y homófobos, especialmente dada la situación actual que vivimos con los pinchazos de sedación química para violar a mujeres. Que las personas con diversidad funcional puedan disfrutar de los conciertos de verdad, no se reduce todo a instalar una rampa. Estrategias anti-avalancha. Un servicio de limpieza acorde al aforo del evento, suficientes WC, y especialmente puntos de agua potable gratuita y espacios con sombra suficiente. Y la posibilidad de entrar con al menos agua potable al festival. Precios asequibles: una cerveza en vaso de plástico a 6 euros no es asequible.

El crítico musical británico Fergal Kinney relataba recientemente a Stereogum su incredulidad tras verse encerrado en un bloque de miles y miles de personas que no podían moverse en la última edición de Primavera Sound, temiendo por su salud, y cuyo malestar se incrementó cuando la respuesta de la organización ante su malestar fue que si quería agua «tenía que ponerse a la cola» de los pocos espacios de venta de bebidas.

Me encanta la idea de ver a James Blake, Röyksopp, Lucy Dacus, Gus Dapperton, Michael Kiwanuka o Years & Years en mi ciudad, pero no a cualquier precio, y quizás debemos reflexionar, de abajo arriba, sobre qué tipo de cultura queremos seguir promoviendo. Si la marca Málaga sigue en este plan, la verdadera Málaga tendrá que pronunciarse sobre los escenarios en los que queremos vernos. Hay pocas cosas tan bonitas como asistir a disfrutar del directo de un grupo que te gusta mucho con tus amigos y cantar sus canciones juntos. Imágenes que se graban automáticamente en tu memoria como una ilustración de lo efímero y a la vez tan maravilloso de la juventud. Imágenes que a veces se queman y se incendian, imágenes que no queremos vivir, e imágenes que, ciertamente, podemos evitar.

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