Opinión | Notas de domingo

Osadía selectiva

María Casado, con su premio Málaga.

María Casado, con su premio Málaga. / Álex Zea

Lunes. Hervás es un pueblín balneario plagado de hotelitos que atrae a mucha gente por sus aguas. Se enclava en el valle del Ambroz, al norte de Extremadura. Nuestro alojamiento tiene un aire deliciosamente decadente. Fue fundado en 1928. Por el pasillo transita una pareja en albornoz a la que contemplo mientras bajamos a desayunar. Bellos artesonados. Hay café con migas. En la memoria y la retina recuerdos del fin de semana: Villamiel, Trevejo, la evocadora y medieval Granadilla, junto al gran pantano. La Extremadura imponente e inabarcable, inmensa. Serena. Martes. La Opinión entrega sus anuales premios. María Casado tiene una potencia para comunicar fuera de lo común. Llena el escenario, electriza, hace vibrar a la sala con su proclama «malagueña, malaguita y malaguista». Lo observo todo desde el gallinero, mirando a veces la cabeza de alguien situado en primera fila que bien podría ser yo, que he rechazado ese sitio para poderme sentar con dos golferas. El caso es que ese cráneo se parece al mío. Y la chaqueta. Me rasco la cabeza en un momento dado y el señor de la primera fila de homólogo cráneo, tal vez mi otro yo, hace lo mismo. Miméticamente. Trato de concentrarme en las palabras del mítico Carlos Cabezas, otro de los premiados, y dejar de observar la cabeza que no sé si es la mía o la de una autoridad. Y llega el copetín. De las habilidades humanas, admiro sobremanera la capacidad de ir en los cócteles de corrillo en corrillo con naturalidad y desenvolvimiento. Yo me conformaría con lograr a tiempo una cerveza y con no quedarme solo en ningún momento. De pronto me veo envuelto en una interesante conversación entre el subdelegado del Gobierno, Javier Salas, el director del aeropuerto, Pedro Bendala y mi director. Me pongo a preguntar como si estuviera en una rueda de prensa. Sobre todo acerca de un asunto. Hay cordialidad y ronda de cañas y veo a lo lejos a Carlos Cabezas. Querría pedirle un selfie y decirle que lo admiro y que me contara que se experimenta en los minutos previos a saltar a la cancha. Pero me da apuro. Estoy enfermo de una timidez selectiva. O de una osadía intermitente. Disruptiva, incluso. El cortador de jamón parece que tocara un violín, digo en el corrillo. No hace gracia. Es una metáfora muy vista. Me voy sin despedirme mucho. Me echo a andar. Fresca la noche pero no inclemente. Pasa un taxi en el momento y sitio justo, como si me lo hubiera enviado el destino. Como la velada ha ido de galardones me premio yo con una última cerveza en el sofá viendo un documental sobre extraterrestres.

Miércoles. Buscando disfraz de Halloween para mi hijo. Nos sugiere que también nos disfracemos. El de esqueleto sería una buena manera de que se me viera en los huesos. Ya tenemos una careta terrorífica, de grito de muerte. Hay que afinar en la originalidad, no obstante. Verás tú como me levante a media noche por alguna urgencia y me tope con la careta máscara-terrorífica. De madrugada y penumbra. Verás tú.

Jueves. Después de intervenir en un programa de televisión llego a casa. Salgo al balcón y veo en el bloque de enfrente, a través de una ventana, una televisión encendida. Fantaseo con el hecho de que ahí me hayan estado viendo. Tal vez sea un señor maduro o una familia convencional o una fiscal o un dependiente de comercio. Me fascina que al dependiente de comercio se le llame «factor». Tal vez hayan opinado algo sobre mí y luego me los encuentre en la calle y me conozcan. Pero para mí ellos son unos desconocidos. La tele se apaga. Punzada en el estómago. Me queda maquillaje en la cara.

Viernes. Nunca miréis con indiferencia a una guitarra.