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Una imagen del Parque de Málaga.L.O.

Las ratas del Parque

Ella atesora una gran experiencia aunque la base de sus conocimientos se asienta en todo lo que aprendió de su madre en la parte sur del Parque, porque la otra, ¡ay, la otra!, está reservada a los humanos que habitan los más monumentales edificios… y más atrás aún en el tiempo pues… la Aduana, qué decir… Ella nunca cruzó el asfalto que divide como una ruidosa, gris y gran cicatriz la ciudad. Pero conoció otras ratas que sí se atrevieron, en veloz carrera, a emprender la gesta de salvar la frontera, y sabe que nunca ninguna regresó, y los cadáveres de muchas quedaron reventados y sanguinolentos en el desgastado alquitrán, confundiendo su piel con este.

Pero, eso sí, desde el monumento a Rubén Darío -José Planes, 1963, dejando atrás al peripatético Cánovas del Castillo-, hasta las lindes de la Plaza de la Marina, ella lo ha visto casi todo, y eso es mucho. Desde el robo y la violencia a tantos turistas confiados, el amor más tierno y también el más sórdido por unos cuantos billetes; desde el sueño de los vagabundos, en sus duros bancos, a los jardineros que saben qué dejaron de podar el día anterior y regresan a ese mismo lugar a la mañana siguiente; o los operarios del servicio de limpieza, que levantan un ruido y unos remolinos terribles que la hacen huir a toda prisa en cualquier dirección con un dolor de cabeza que le dura hasta la noche. Y es en la noche, precisamente, cuando más disfruta, sin apenas gentes que deambulan y, sin duda, es la reina, pese a que hay cientos de ratas casi como ellas, pero eso, casi…

No conoció a su padre, aunque ha escuchado muchas cosas de él. Vivió junto al monolito de Salvador Rueda, “el poeta de la raza” (1931), casi nada, y terminado en águila, lo que hoy sería, seguro, un delito. Y tuvo un grave percance, una pelea a muerte, en el actual jardín infantil, de vivos colores, y salió ileso y vencedor, lo que todavía le llena de un lejano orgullo. Su cola, pelada, fue muy larga, su cabeza, como corresponde, pequeña, el hocico más que puntiagudo romo, las orejas siempre alertas al menor ruido, sus patas las más veloces del Parque, y el pelo, ¡qué gran pelo!, de un bello gris oscuro y lustroso envidia de otros…, ¡ah!, y tuvo muchísimos hijos, ella hoy no sabe cuántos hermanos le dejó.

Excepto por el paseo, que lo cruza rauda, se mueve por doquier, por arriba, entre los árboles, y por el suelo, sorteando el follaje del árbol del fuego y la palmera canaria o el margaritero… No sabe, es verdad, por qué de noche el olor del estiércol es más fuerte que durante el día, pero piensa que en la noche todo es más auténtico. En concreto, le gusta llegar hasta la Ninfa del Cántaro y la de la Caracola (1876) y hocicar por los alrededores hasta el bronce del cantaor de verdiales y sus cercanos y sabrosos brotes verdes, y hasta las semillas que por allí encuentra, y huevos, caracoles y mucho más. En cambio, el recinto del Eduardo Ocón no tiene ningún interés para ella y pasa de largo, sino fuera por las malditas cotorras, a las que detesta y a las que, a unas cuantas, ha dado un terrible final. La noche es un mundo en sí, irrepetible, los días son más iguales unos a otros, o eso le parece.

Cuando amanece llega, fiel a sí misma, una anciana que vende sus últimos collares y a la que, a veces, pero solo de tarde en tarde, acompaña una señora también mayor que apura sus días. No muy lejos se sienta un ciclista que provee de comida a los gatos una jornada tras otra a la sombra de un filodendro, y ella lo observa desde lejos porque con esos gatos negros nunca se llevó bien, aunque siempre contará con su último refugio, entre las alegorías del Invierno y del Verano -José de Vilches, 1849- donde encuentra un remanso de paz de su breve vida, también, ya cansada. Rosa Romojaro lo había dicho así:

Allí estaba entre ramas. Sigilosa.

Oscura sobre el blanco de la cal.

Luego, corriendo en la cornisa. Luego,

el cerco de su ojo, amarillo en la sombra,

saliendo del macizo. Y allí, otra vez, los dos,

con las manos cogidas, sabiendo que una rata

sola no hace septiembre, mirándonos perplejos.

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