Opinión | TRIBUNA

Llamadas perdidas

«Dios llama, pero nadie contesta». La frase es de David Alcalde, el primer sacerdote astrofísico del mundo, al que entrevisté allá por 2006 -creo recordar- en una lánguida tarde de mayo. La historia de su ingreso a la carrera eclesiástica prometía una doble página a color como así fue. Singular y genuina; auténtica. Pocas cosas quedan ya así. «Dios llama, pero nadie contesta». ¡Menudo titular para resolver el tema de la falta de vocaciones! Recién llegado de las Islas Canarias donde había desarrollado su carrera como astrofísico, el testimonio de David era de esos relatos singulares que enganchan y de los que, aún hoy, no sé cuántos años después -quince o más-; aún me acuerdo.

Hablamos de la fe, de la cercanía o la lejanía de Dios, de la sociedad mercantilizada, de la frivolidad, de la obsesión por el consumo en la que parecíamos estar atrapados ya en aquel momento y de un largo etcétera de temas físicos y metafísicos que hacen que la vida se detenga por unos minutos para adquirir cierto sentido de trascendencia. Ha pasado mucho tiempo pero los acontecimientos no hacen más que girar en una misma dirección ¿Qué habría que decir ahora? Estando, como estamos, atrapados en una suerte de mercado persa de consumo bipolar. Comprando y comprando trapitos facturados en Bangladesh o tecnología ‘made in China’ que consume sin solución las valiosos montoncitos de arena sacada a las tierras raras que nadie ve.

En los días de aquella entrevista aún no existían los Smartphone, ni las redes sociales; ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram, ni Tik Tok, ni los canales de YouTube en los que millones de sesos ligeros de ideas esparcen al mundo sus tesis en formato de Alta Definición. Entonces, y no hace tanto, por el teléfono aún se recibían llamadas. Ni textos de Whatt App, ni hilos de Messenger, ni parrafaditas de Telegram ni pitiditos molestos a cualquier hora y en todo lugar. No existían los mensajes furtivos para describir cualquier tontería y narrar toda ocurrencia. No había conversaciones de ‘ok’ o ‘ciao’.

Nadie habría dado crédito a que un ‘personaje’ de serie B del Jaén profundo hiciera caja con un ‘show’ que no es más que un esperpento de la dignidad rural; un espectáculo en el que come bocadillos de barra y lomo en las horas de máxima audiencia en un formato que se tragan -nunca mejor dicho- cientos de miles de espectadores a los que se les dobla el gesto observando la agonía hecha carne. Tampoco habríamos entendido que una década después naciera de la nada una nueva clase social de tipos y tipas que serían conocidos con la denominación de ‘influencers’ -individuos con influencia en los demás-, que marcarían las pautas de acción y consumo de millones y millones de congéneres cobrando por ello una pasta.

En aquellos años la gente, como mucho, enviaba mensajes a secas y el correo electrónico, que se usaba para el trabajo, no podía suplir un buen dossier de papel entregado en una carpetilla de cartón ligero que luego te llevabas a la mesa de trabajo y repasabas con gusto y criterio; siempre a tu antojo y sin tener que pulsar una pantalla táctil para avanzar o retroceder. Quizás el mundo haya cambiado más en estos tres o cuatro últimos lustros que en todo el siglo precedente. Se supone que la vida es más cómoda gracias a unos avances que nos permiten estar presentes en todo lugar y en todo momento y, lo que es más importante; permanecer conectados, colocar la oficina donde nos da la gana y recibir buenas nuevas o buenas malas de cientos de ‘amigos’ virtuales que hace dos décadas a duras penas podrían haber entrado en la consideración de ‘conocidos’ de rebote cuando no de enemigos de onda corta.

Me pregunto que pensará hoy de todo esto David Alcalde, que se pasaba horas y horas y más horas estudiando el firmamento durante cada noche de Verano, de Invierno, de Otoño y de Primavera. Un astrofísico para el que las prisas de los tiempos humanos no son más que polvo y cenizas en un reloj de arena que se pierde en la infinitud de un agujero de gusano. La inconsistencia de toda esta rapidez tecnológica banal y sin sentido nos hace más ridículos a cada instante, con cada mirada, con cada toque a la tecla de la pantalla plana. Hoy, cuando es un lujo quedarte sin batería o dejar el Smartphone en casa para cambiarlo por un Nokia de principios de siglo que sólo sirve para hablar en el sentido literal y etimológico de la palabra, la desconexión es un lujo al alcance de pocos. Antes, para poner una conferencia -así le llamaban los antiguos-, había que descolgar el auricular del chisme aposentado en una mesa específica, después quitar el candado que actuaba de anclaje de seguridad y finalmente, los hoy abuelos se sentaban plácidamente en una mecedora a practicar aquel ejercicio de hablar tranquilamente sin mirar el reloj.

El otro día cumplí años. Trabajando, como siempre. No sé si Dios me llamó o no. Yo no le escuché. Entre las decenas y decenas de felicitaciones; tan sólo cuatro de esas conferencias de las de verdad: Una de mi hermana, otra de mi amigo Nacho, otra de mi primo y otra de mi tío. Ni una más ¿Creéis que hemos evolucionado y que la tecnología ha mejorado las relaciones sociales? Démosle una vueltecilla al tema.

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