Opinión | TRIBUNA

‘Made in China’

Gente en un túnel en el metro de Pekín.

Gente en un túnel en el metro de Pekín. / L. O.

Vivimos tiempos ‘raros’; convulsos en palabras de sociólogos, politólogos y demás expertos a los que pagan por pensar lo que pensamos otros. ¿Nos habremos convertido los ‘viejóvenes’; esos a los que prometieron que había que pasar por la Universidad por el porvenir; en la generación ‘bisagra’ de Naranjito? Del Mundial de los 80 al abismo de la vida ‘Made in China’ todo ha sido un suspiro. Nada de ‘La Vie en Rose’ de Edith Piaf. Esto es más bien el ‘Paint it Black’ de Los Rolling. Ahora, el paso del tiempo y la precipitación del aciago devenir de la globalización, que no es más que una coartada neoliberalista para destruir definitivamente a la clase media que agoniza con el pico abierto, nos hace mirar con nostalgia la época de las sombrillas de playa domingueras con motivos geométricos y tonos ocres. También a los fines de semana familiares con tortilla de patatas y baños fríos de pantano y poceta. Ahora son instantáneas croma en fondo sepia.

En la escuela nos decían que la solución era el instituto; en el instituto que la clave pasaba por la Universidad; más tarde, los adjuntos, asociados y catedráticos aplomados sobre la tarima y por debajo de ella nos trataron de convencer de que había que arrancar rápido en el mundo de la empresa porque «la experiencia lo es todo». Con los deberes hechos, podríamos dormir la siesta y pagar los vicios. Y así han ido pasando los años, de cambio en cambio, de crisis en crisis, del mileurismo al mileurismo y pico; de las citas presenciales a las charlas por internet, de los ligues convencionales a los flirteos en 5G. Algunos dicen que es una suerte que nos hayamos podido quedar en medio, pues así nos hemos ido adaptando a los paradigmas superpuestos… No sé qué decir de esto. Supongo que es mejor para los adolescentes de ahora el haber nacido en medio del lodazal. Al menos ellos no pueden comparar con lo de antes. No disponen del recuerdo de lo que fue; de los tiempos felices si es que lo fueron. Lo viejo era aquello de guardar silencio durante la sobremesa, cuando se cierra el ojo; lo de no poder bañarse hasta julio ni después de comer porque morías por corte de digestión; lo de ir a hacer los recados y quedarte con el cambio, que solían ser cinco duros en el mejor de los casos; lo de robar leche condensada de la despensa de tu abuela, lo de hacer fuegos tras las últimas casas del barrio, lo de escapar en bici cada vez que se podía o engullir ‘poloflas’ en la hora de la cena. Se podría decir que vivíamos peligrosamente en un mundo que discurría tranquilo, en el que se saludaba a los vecinos, en el que los domingos eran sagrados y en el que las hipotecas prácticamente no existían o, si se tenían, se pagaban en diez años aunque los intereses andaran por las nubes.

El mundo ‘Made in China’, el de las prisas, el de los tiburones, el de la especulación, el de la competencia caníbal, el de producir más y más y más cada vez más barato; el de comerte tu propio brazo cuando tienes hambre o alimentar la caldera del barco con las tablas del casco hasta que te ves flotando sobre el palo mayor; ha ido penetrando poco a poco por las rendijas del sistema hasta convertirlo en este laberinto complejo y voraz en el que el mundo fluye a duras penas. Ha borrado los recuerdos de los veranos de ‘Cuentáme’, los ‘julios’ que olían a hierba seca durante la madrugada y en los que para viajar sin aire acondicionado había que levantarse a las cinco A.M.

Ahora le llaman globalización; porque queda mejor y suena bien, aunque sea pretencioso. Es un término que encaja en las agendas de políticos, de medios y de organizaciones internacionales. Sin embargo, me gustaba más cuando se trataba de un ‘Made in China’ a secas. La prisa, los procesos rápidos y pueriles, el resultado inmediato, el no hay tiempo para pararse, el fin de lo artesanal, el da igual la calidad de lo que hagas porque lo que cuenta es hacer mucho… Son ideas que han ido entrando por la puerta de atrás y de las que ahora es imposible deshacerse porque van en vena.

La globalización nos ha dejado en los huesos, ha convertido a Europa en un escenario de cartón piedra donde cada vez se genera menos valor añadido y en el que sólo se vive de las rentas pasadas. Esta felicidad europea es una postal enviada desde Benidorm tras un viaje del Imserso. Todo viene del Extremo Oriente en contenedores que se mueven con mucho petróleo y poca energía solar. Ahora contamos con un nuevo paradigma, que es el de la sociedad verde; el del ecologismo. Está genial y a mi me encanta, pero mientras en Europa, en Canadá, Islandia o Nueva Zelanda nos deshacemos de las centras térmicas, del carbón y de los coches diésel; sin saber muy bien cómo y con qué los vamos a sustituir; en China, la India, Rusia o Nigeria continúan quemando todo lo que pueden al ritmo que Dios quiera para proveer a Occidente de ‘trapitos’ de Zara, artilugios baratos y tecnología de ojalata que dura lo que un pastel a la puerta del cole. Y así arranca de nuevo la rueda. ¿Hipocresía? Sí. Son nuevos tiempos pero no modernos. Es la globalización.

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