Oficio Pessoano

Asistimos, así, a un libro donde abunda el conocimiento, que era lo mínimo que según Kundera puede pedirse a una obra 

Milan Kundera.

Milan Kundera.

Rafael García Maldonado

Rafael García Maldonado

Hay pocos escritores dispuestos a tomarse tan en serio la literatura como aquellos que, decidiendo serlo desde muy jóvenes, se niegan –andando las décadas de oficio– a buscar un editor para publicar sus textos. Quizá sólo a los escritores de verdad los busquen los editores o lo haga la posteridad, quién sabe: de momento tenemos un ejemplo de lo primero. José Antonio Montano (Málaga, 1966), como digo, lleva siendo escritor desde que era un muchacho, y al filo de la vida (como en el poema de Rosales que tanto me gusta) nos entrega su primera obra literaria, que viene a complementar a la recopilación de artículos de vida y literatura que reunió Jot Down hace muy pocas fechas, una suerte de prolegómeno de lo que estaba por venir y que se tituló ‘Inspiración para leer’. Lo que aquí se nos entrega (’Oficio pasajero’, editorial Sr Scott) es un diario que ocupa diez años de su vida, de 1989 a 1999, y como ya se ha dicho en no pocos sitios, grande es la diferencia entre el Montano público de las redes sociales y los artículos de prensa más gamberros y provocadores y el Montano de esta obra literaria impactante, conmovedora y escrita con una prosa exacta, precisa y clara, casi como una provocación a los que nos consideramos barrocos. Aquí, como ya me maliciaba, lo que abunda es otra cosa: el spleen, la inacción de un Bartleby mediterráneo que prefiere no hacer las cosas, los instantes fugaces de alegría savateriana y la russelliana y constante búsqueda de conocimiento y de amor, todo ello con paseos interminables, ya sea por la costanera, por las ciudades que ama o dejándose llevar –inclinándose en la página– con su bicicleta en una suerte de vuelta ciclista a sí mismo.

El año 89 queda lejos para mí, y en 1999 comenzaba mis estudios de Farmacia, pero lejos de los que puede parecer, la lejanía en el tiempo es uno de los aciertos de este libro. Las ciudades y pueblos por los que pasea el autor, por las que va dejando la vida entre el tedio y la pasión fútil –Málaga, Madrid, Lisboa, Almogía– han sido en parte demolidas por la inmisericorde piqueta del tiempo, y no fueron demasiados los que, como el autor, se llevaron a casa cascotes de ese derribo para salvarlos mediante la literatura. Asistimos, así, a un libro donde abunda el conocimiento, que era lo mínimo que según Kundera puede pedirse a una obra literaria, que nos enseña lo que directamente no sabíamos ni recordamos o lo que no sabíamos que sabíamos. Con todo, lo importante en ‘Oficio pasajero’ no será tanto eso como los vaivenes del yo del autor, gracias al cual nos damos cuenta de que no existen ni el mundo, ni los días ni las personas, sólo los estados del alma, que a veces es distinta incluso dentro del mismo día. ¿Es Montano (o era) uno de los últimos románticos?

El libro comienza en la lejanía de 1989 con Montano tocando los bongos, algo que a un conradiano como yo le evoca una imagen poderosa, de selva malaya en ritual de bienvenida al extraño, en este caso al lector, que ha llegado desde el otro lado del mundo para asistir a la segunda línea de sombra de un ser humano, y rápidamente comenzamos a internarnos en una suerte de bohemia de amistades en duda permanente sobre a qué dedicarse, a qué opositar, qué no ser en una vida que siempre parece muy lejos de donde ellos están tomando cañas, viendo películas o no haciendo nada. Y todo ello con la literatura de fondo, sabiendo que todo trabajo alimenticio, sea un bedel o un guionista de telebasura de Antena 3, sólo será lo que posibilite la dedicación a los propios libros. Es el Montano de esos años un lector, un lector tan voraz como opíparo que no sacraliza la lectura ni mitifica más que a unos pocos escritores, que todavía lo acompañan treinta años después, a saber: Jünger, Savater, Cioran, Pessoa. Montano se muestra aquí como un existencialista con raptos de alegre e incontenible vitalidad, como un Cioran que hubiese puesto de banda sonora el Balancê de Gal Costa a Del inconveniente de haber nacido: entre el tedio pesimista, la inacción y la alegría de vivir, de buscar placer en un mirador frente al mar, en un purito o en la contemplación de gatos a los que bautiza como Parerga y Paralipómena.

Bellas son, también, las páginas sobre el amor, la delicadeza y galantería con la que habla de las mujeres, la entrega a la pasión tras la duda y el torpor, el terrible dolor de la muerte de quien amamos pero sobre todo de quien nos amó, y que ya sólo habita en la memoria.

He titulado estas palabras ‘Oficio pessoano’ porque, como el autor del monumental ‘Libro del desasosiego’, Montano ha vivido para literatura, en su caso viviendo más que escribiendo, y parece claro para quien lee estas páginas que pedirle otra cosa hubiese sido, como decía Pessoa, pedirle que fuese rubio y con los ojos azules. Dice en la página 249, en una anotación de 21.V.97 el que creo un buen resumen de este libro apasionante: En realidad, el día es una excusa para escribir el diario, y puede que la vida entera no sea más que una excusa para escribir en general. La vida va por un lado y la escritura va por otro: se reflejan, pero lo más íntimo de cada una es lo que queda al otro lado del espejo. La escritura crea otro mundo, otra vida. El día escrito es un día nuevo. Y el día nuevo y extraño será lo único que quede (el tiempo que quede). El otro se mantendrá por los siglos tan secreto como en el momento de pasar. (La escritura no daña la vida porque sencillamente no la alcanza).

En la presentación malagueña de ‘Oficio pasajero’, donde Manuel Arias hizo una exégesis extraordinaria del mismo, Montano dijo que tenía sesenta moleskines más de este diario interminable que finalizará con los días de su autor, moleskines que yo imagino echadas en un arcón como el de Pessoa, junto con cartas a Herly y a otras mujeres a las que trata con la más exquisita delicadeza.

Faulkner dijo que la finalidad principal de la literatura era, mediante el estilo, ser capaz de capturar el tiempo, de tal forma que cien años después pudiera contemplarse, intacta, esa estampa pretérita de la vida. Han pasado treinta años desde que ‘Oficio pasajero’ comenzó a escribirse, y apuesto a que cuando sean cien la vida que contiene seguirá latiendo: limpia, ligera y exacta como la prosa de José Antonio Montano.

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