HOJA DE CALENDARIO

Moción de censura preventiva

Feijóo, durante el debate de investidura.

Feijóo, durante el debate de investidura. / L. O.

Antonio Papell

Antonio Papell

El debate de investidura de Feijóo fue reclamado por este al rey (con todo el derecho, por cierto) no para lograr su institucional objetivo, algo imposible, sino para convertirlo en una moción de censura preventiva frente a Pedro Sánchez, quien sí tiene posibilidades reales de revalidar la presidencia una vez fracasado el intento del líder del PP. De entrada, Feijóo se aferró a una tesis falsa que terminaría arruinando su relato: dijo que tenía apoyos para conseguir la investidura, si bien no estaba dispuesto a utilizarlos a un precio inaceptable. Efectivamente, el PNV y Junts son formaciones conservadoras, y cabía imaginar que, en una subasta convencional, hubiesen preferido aliarse con la derecha y no con la izquierda… Pero como le dijo ayer a la cara el PNV a Feijóo, «no es cierto que rechace la presidencia: para añadir nuestros votos, tendría que restar los 33 de Vox». En definitiva, tal alianza del PP con los nacionalistas es imposible mientras el partido estatal mantenga su relación con la extrema derecha de Vox... Y nadie puede pensar que Vox, que niega el Estado de las Autonomías, aceptaría formar parte de una coalición con independentistas.

Tras esta provocativa tesis, que caía por su propio peso, Feijóo construyó un edificio que, como ya es habitual en él, adolecía de gran debilidad en sus puntos de anclaje, que en el parlamentarismo son los datos y las cifras. El aspirante dio valores erróneos al hablar de empleo, de desempleo, de salarios, de pensiones, de PIB, de pobreza… Y hasta añadió que en España se ha elevado la desigualdad, cuando el índice de GINI, que la mide, es internacional y está a la vista de cualquiera que lo busque en Google: la desigualdad decrece en España en los últimos años. Y también hubo turno para las ocurrencias, como la de penalizar «la deslealtad democrática»… Óscar Puente, el rudo exalcalde de Valladolid, que le salió al encuentro -«de ganador a ganador»-, tuvo muy fácil la respuesta: quizá sea un delito concebido para su proponente, líder de un partido que lleva cinco años negándose a renovar el Consejo General del Poder Judicial, en lo que sí es, sin duda, una «deslealtad» constitucional. Puente no tuvo piedad: confrontó a Feijóo con todos sus errores y pecados, y es probable que la herida causada tenga mucho más efecto en Génova que en la Carrera de San Jerónimo. El liderazgo de Feijóo se ha resentido a la baja, cuando lo que sin duda pretendía el gallego era reforzarlo.

El descarte de Feijóo, que salvo sorpresa se confirmará mañana en la segunda votación, allanará el camino a Sánchez, quien aún habrá de salvar los últimos obstáculos para reafirmarse, lo que le permitirá ejercer la presidencia europea con más intensidad durante el último trimestre. Pero quizá no haya resultado esta primera investidura un ejercicio fallido: hay lecciones que obtener de este espectáculo insólito.

La primera lección es que el debate político real en este momento no es el social ni el ideológico sino el territorial. Habíamos heredado en 1975 un serio problema, que quisimos sortear con aquel precario Título VIII de la Constitución, que nos sugería avanzar hacia un seudoferalismo sin nombre que hoy experimenta graves problemas, competenciales y de financiación. Probablemente, el problema no sea tanto de soberanismo sobrevenido sino de ineficiencia fiscal crónica. Y la crisis no se resolverá espontáneamente: requiere reformas esta vez profundas, federalizantes o confederales, que consoliden un modelo estable de cogobierno –incluida la reforma del Senado- y de financiación y que no se pueden realizar si no se recuperan unos mínimos consensos.

La segunda lección es que el estado de la política española es inquietantemente asalvajado y montaraz. Ya se sabe que las relaciones políticas en democracia son secas, cortantes, frías y enemistosas con frecuencia, pero quizá aquí hayamos traspasado ciertos límites. Los insultos como puñales incruentos, que han adquirido malsana habitualidad en el Congreso, son innecesarios y nocivos, y no extienden la pedagogía saludable sobre la ciudadanía que habría que desear. No se trata de invocar el talante florentino que nadie entendería a estas alturas, pero sí tendrían que esforzarse nuestros representantes para mantener una relación mínimamente cortés y sin injurias. Una relación que permita incluso pactar determinados asuntos que responden al interés general.

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