Tribuna

No cambiaron

Ana Martín-Coello

Ana Martín-Coello

Entre biopics y homenajes, la vida, últimamente, parece haberse convertido en un incesante déjà vu, en un bucle en el que se revive a gente que merece ser resucitada, pero del que también emergen personajes a los que creíamos tener sepultados en la memoria.

Hace unos días se emitió, por ejemplo, una entrevista exclusiva con Yurena, antes Ámbar y antes Tamara. Ustedes deben saber de quién hablo, porque no se entiende la televisión de casquería de principios del milenio sin aquel grupo de habitantes de los márgenes que protagonizaron un bochornoso producto llamado FBI: Frikis Buscan Incordiar.

De entre estos, a los que se mostraba como fenómenos de circo antiguo, de los que se hacía escarnio público hasta niveles nauseabundos, destacaba esta mujer. Una chica de Santurce, estéticamente anclada a principios de los 80 y que, obsesionada con triunfar en la música, había dejado atrás su casa y se había trasladado con su madre a Madrid. La madre, Margarita Seisdedos, una mujer que invirtió todo lo que tenía en el sueño de su hija, se convirtió, supongo que a su pesar, en otro personaje.

Por la tele de los dosmil se paseaban haciendo más que evidente su vulnerabilidad, su torpeza para manejarse entre chacales, sus escasas herramientas emocionales. A su alrededor, una recua de vividores, orillados, atorrantes. No hace falta nombrarlos, porque todos tenemos en la cabeza a quienes, con mayor o menor fortuna, hicieron caja con, contra, de, desde y tras Yurena, entonces Tamara, antes de que la denunciara la discográfica de la niña bolerista del mismo nombre.

La cosa es que el programa presentaba a una mujer destrozada, contando lo que todos vivimos en directo: las vejaciones, burlas, tomaduras de pelo, agresiones y barbaridades de las que fueron objeto ella y su madre ante nuestros ojos y, también, en la calle. Porque ya sabemos cómo se comporta la turba a poco que la jaleen.

Yurena es una víctima, de sí misma, primero. De su obsesión por triunfar sin una sola pizca de talento musical ni vocal ni de nada. Pero, ¿por qué no iba a quererlo, si el mundo está lleno de ejemplos como el suyo? ¿Cómo no pensar que podía llegar a ser una estrella, si la hicimos número uno de las listas de éxitos solo por las risas?

También es, indiscutiblemente, una víctima de los listos y los que se creen graciosos, de una televisión depredadora y sin escrúpulos, de una máquina de picar carne que se ceba con aquellos a los que percibe débiles.

Por eso me resultó tan triste la entrevista en la que, mezclando, como siempre, realidad e imaginación, lloraba desconsolada a su pobre madre, perdida por el alzhéimer y se lamentaba de todo lo sufrido, de sus intentos de suicidio, de los cuales se rieron sin piedad, de los desaprensivos encontrados por el camino.

Este resurgir del personaje -y, con ella, de todos los acólitos que en su día fueron- tiene que ver con que Los Javis, que hacen oro lo que tocan, han presentado la serie Superstar, cuyo nombre revela desde qué punto de vista va a ser abordada la historia.

«Es el homenaje a una época de España que merece ser revisitada», dicen los productores. Yo, sin embargo, siempre me avergüenzo de haber asistido a un espectáculo denigrante donde se llegó a niveles de mezquindad difícilmente superables.

Con la excusa de la serie, vi a la misma jauría que la destrozaba alimentando el delirio de que Yurena fue y es una estrella mundial. Y a ella volviendo a reivindicarlo. Y qué quieren que les diga. No cambió. No cambiaron.

Suscríbete para seguir leyendo