Opinión | Tribuna

La fraudulenta relación con la verdad

Con su renunciamiento y retorno, Sánchez decretó un punto y aparte para poner en marcha iniciativas con un designio imperturbable: reformar el poder judicial

Sánchez, en la Moncloa

Sánchez, en la Moncloa / EFE

Hierático, con las quijadas prietas y el paso decidido, se acercó al atril de las grandes ocasiones, adoptando la posición cobra, aconsejada por los fisios para aliviar columna, hombros y abdomen.

En el primer contacto público tras el simulacro de colapso -amago de dimisión fingido, buscando un revulsivo emocional- que había mantenido en vilo a sus socios y a buena parte del ‘cinturón de dependencia’, anunció que se quedaba, anclando la continuidad en un resistencialismo muy suyo: me quedo porque yo soy la democracia, y la democracia no dimite.

Lo hizo con un guion bien armado: victimización (persecución alimentada con bulos y acusaciones sin pruebas); señalamiento de los enemigos (prensa y jueces)… y una estratagema fríamente calculada: «regeneración» , con objetivo inequívoco: control de la Justicia y amordazamiento de la prensa insumisa.

Todo lo que suponga un contrapeso a su gobierno intentará eliminarlo porque no reconoce otro poder que el suyo; lo que equivale a fiscalizar la opinión pública, para mantener el control de la agenda política e instaurar un relato hegemónico sobre la realidad, que le permita perpetuarse en el poder.

Con su renunciamiento y retorno, decretó un punto y aparte para poner en marcha iniciativas con un designio imperturbable: reformar el poder judicial y acabar con las patrañas, siempre que no salgan de su entorno.

Ha sido la suya una performance populista, y, cómo tal, inquietante; asimismo, una demostración de poder, sin descartar que esa retórica hueca oculte que haya algo más, pero faltan evidencias incontrovertibles.

Lo que parece categórico es que algo adiposo -que acabaría por saberse- le hubiera paralizado, hasta llegar a producirle una crisis de miedo judicial. Si se siente difamado, la forma para lograr justicia y reivindicar su reputación injuriada es acudir a los tribunales, lo que implicaría entrar en incómodos detalles, testigos y declaraciones perjuradas.

No es casual la coincidencia de la épica con el señalamiento a medios y la deslegitimación de la Justicia, precisamente en el momento en el que se han iniciado procesos que pueden afectar a miembros de su Ejecutivo, socios de Gobierno o a su entorno más íntimo.

Menospreciar al enemigo -ese amplio espectro que conforma quienes decidieron no votarle- es un error estratégico. La fraudulenta relación con la verdad, que le ha llevado a construir un drama para ocultarla, no le ahorra el arquetipo de líder al que sulfuran atisbos de independencia que no controle y cuestione su autoridad.

Los historiadores Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey, autores del libro ‘Fuego cruzado. La primavera del 36’ (Galaxia-Gutenberg) partiendo de una aclaración -la gente tiene un comportamiento en tiempo de paz que luego no tiene en la guerra- han apostado por un experimento metodológico que puede cambiar la percepción de aquel tiempo.

Un capítulo, ‘Togas emboscadas’, desmigaja los avatares de la Justicia en la Segunda República -el periodo «más luminoso» de nuestra historia, según R Zapatero- que precedió a la guerra civil.

Para explicar coincidencias y paralelismos, es menester inventariar el apriorismo que ha existido en relación con las cuestiones judiciales. El memorial de agravios, en modo prejuicios que urgían la necesidad de acabar con el «casticismo degradante y fanfarrioso», presente en la judicatura.

La desconfianza funcional en jueces y fiscales «perturbadores togados» en tanto que guardianes implacables de los «privilegios de la burguesía terrateniente y del capitalismo financiero», al dejar libres de toda responsabilidad a los «agresores fascistas».  Crítica recurrente que pasó de las denuncias a las amenazas.

La formación y procedencia de los magistrados. Los más relevantes, considerados reaccionarios, por temperamento y por educación, tenían un vicio cultural o ideológico de origen. La existencia de «una especie de solidaridad profesional entre jueces y abogados que perturba, en no pocas ocasiones, la recta limpidez del juicio».

Partiendo de la tesis de partida (en la promoción de los jueces pesaba demasiado la antigüedad, en menoscabo de la valía y el desempeño profesional) la medida considerada menos traumática y eficaz era adelantar la edad de jubilación.

Convertida en caballo de batalla, la reducción a 65 años era un mecanismo para librarse de los más antiguos, de las Audiencias y del Supremo y la designación para cargos vacantes en la judicatura, sin tener en cuenta las categorías de aquellos.

Con este ardid se perseguía que el Gobierno pudiera, con relativa facilidad y libertad, trasladar a destinos vacantes de menor relevancia en la escala judicial. Además, ascender a los ideológicamente próximos.

En su apuesta por transformar radicalmente el Estado español, se transitó de la jubilación a la depuración de quienes, por «prejuicio, incomprensión, hábito, o rutina», pudieran ser incompatibles con la República.

El socialismo caballerista; cuyo líder -el Lenin español- fue ministro de Trabajo en la 2ª República; fue contundente sobre la forma de resolver la cuestión judicial, exigiendo «depurar la burocracia». Para ese sector, el fondo de la cuestión era un problema de parcialidad de los jueces, derivado de una concepción de la justicia «contraria al régimen y al pueblo».

Con ello, se reforzaba la discrecionalidad en el traslado de quienes en el ejercicio de sus funciones obraran en la jurisdicción criminal con «apatía, negligencia o temor». Estaba en juego el control del traslado de quienes ocupaban las salas más importantes: presidentes de Audiencias Territoriales y de Sala.

La desconfianza total hacia el estamento judicial se reflejaba en su fiscalización política, con objeto de impedir que ningún juez ni fiscal tuviera una «conciencia formada en un interés contrario a la salud del régimen».

El tiempo de las contemplaciones se había acabado. Y quedaba un paso más: la creación de un Tribunal especial para exigir la responsabilidad civil y criminal en que pudieran incurrir jueces, magistrados y fiscales en el ejercicio de sus funciones.

Republicanizar la justicia tenía una importancia indudable para el Frente Popular, al avistar también el control político del Tribunal Supremo.

El tramoyista de la ‘regeneración’ se comparó hace unos meses con Azaña (presidente de la República), al referirse al «vínculo luminoso» de la 2ª con el presente». En un Congreso de UGT (2021) había declarado: «Largo Caballero actuó como queremos actuar hoy nosotros».

El Poder Judicial ha sido uno de los blancos tradicionales de la izquierda radical, para socavar los contrapesos del poder político. No se ha hecho esperar una proposición de ley -registrada por Podemos- que desactiva las mayorías reforzadas, preceptivas para elegir a los vocales del CGPJ, e intenta circunscribir al Congreso una preferente facultad de elección, lo que supone una afrenta explícita al Senado.

Y una pregunta a los lectores: ¿la ‘regeneración’ democrática podría insinuar una reproducción de pasados intentos para colonizar la institución con jueces afines?

A propósito de la capacidad de algunos para mentir asombrosamente bien, Zweig escribió: «Lo que quieren que sea verdad se convierte para ellos en verdad, y, por lo tanto, mienten de la manera más peligrosa: con absoluta sinceridad».

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