Las cofradías son instituciones valiosas, con objetivos sociales de calado y sobradas de poder e influencia pero que, mal gestionadas, pueden convertirse en verdaderos zapatos de plomo para muchas personas. Para el hombre de su casa -de hermandad-, todo aquel ser humano que no dedique un tanto por ciento elevadísimo de su tiempo -libre o no- a las labores comunes dentro de una corporación, no tiene el derecho ni el honor de ser partícipe de su cofradía llegada la primavera.

¿Quieres opinar? Limpia un candelabro. ¿Quieres ir en un buen sitio o simplemente el que te corresponde? Dedícate a tomar cafés en los alrededores de una cofradía. ¿Quieres ayudar en lo que buenamente puedas? Cáele bien al gurú de turno para que te bendiga con su aprobación y puedas pisar su suelo.

Así de fácil y de injusta es la situación actual en la mayoría de las hermandades de pasión. Si no eres del clan, puerta.

Analizando con cierta lejanía el panorama, se deduce fácilmente que, en la mayoría de los casos, el motivo principal por el cual se produce el rechazo por parte del cofrade profesional ante el hermano de a pie es que, el primero, teme que sea usurpado su lugar de trabajo. Tiene miedo de que ultrajen su espacio lúdico. Se asuntan ante la posibilidad de que alguien ocupe un lugar que ha comenzado a sentir como propio ya que acude a él casi a diario.

Y así sucede que, en la mayoría de los casos, las cofradías comienzan a ser cotos privados de charla, cháchara y trabajo -porque hay que cubrir el expediente- reduciendo el sentido de todo a lo más banal del universo. Peñas con atrezo religioso, butacones públicos con la forma del trasero de un señor y la cara menos amable de la iglesia a la vista de todos. Eso no es hermandad.

Resulta del todo improbable que un hombre de mediana edad, que desarrolle una labor profesional al uso, que viva en familia y que padezca una común y maltrecha estabilidad económica, tenga tiempo y motivación suficiente como para que su vida la proyecte únicamente en un trono, una procesión o un carguillo sin valor tras el dintel de la puerta.

Si en el plano del ciudadano medio ya resulta sospechoso que una persona tenga las cofradías en la cabeza en todo momento, qué decir de esas criaturas que carecen de lo más elemental y se encuentran en situaciones precarias o simplemente poco desahogadas pero que participan sobremanera en el mundillo procesionista.

Partiendo de la base de que las cofradías tienen el deber de desarrollar una labor social, es necesario plantearse cuándo empieza ésta y dónde están sus límites pues, está sucediendo, que la maquinaria de hacer buenas obras, tritura la vida de quienes la conforman.

A día de hoy, las hermandades han decidido que su labor social se limita a dar. Ya sea comida, vestido o atenciones, pero siempre partiendo de la base de que ellos están sanos. Y no es así.

Son muchas las personas, hombres y mujeres, que han sido literalmente absorbidas por estas estructuras cofrades dejando a un lado sus estudios, sus trabajos, la búsqueda de éstos e incluso a sus familias y parejas. Suena a ridículo mezclado con aterrador. Pero es cierto. Y todos callan. Por el bien común. Por el falso bienestar de todos.

Las cofradías, encabezadas por sus hermanos mayores -que cada vez se parecen más a los políticos- trabajan por hacer cumplir su programa electoral. Prometen el oro -nunca mejor dicho- y el moro -nunca peor dicho- y después deben cumplirlo para intentar ostentar el cargo el mayor tiempo posible. Ante esta necesidad, cualquier persona dispuesta a trabajar a destajo para hacerle el proyecto a su majestad, es bienvenida en una cofradía. Si es efectiva, pasa por el aro y produce, en poco tiempo tendrá un cargo, una foto con plaquita y será reconocido en los alrededores del barrio. Habrá escalado. Habrá hecho algo bueno. O eso cree. Porque bajo el falso reconocimiento cofrade, no hay nada salvo intereses y el aprovechamiento de vidas incompletas en la mayoría de los casos.

Hay que ser honestos. Y la honestidad y el ser buen cristiano van de la mano. Y ha llegado la hora de que las cofradías sean responsables socialmente no solo del que pasa hambre. Sino del que ayuna de tener vida normal todos los días. Estamos en el momento en el que los cofrades debemos ser hermanos de verdad. Y dejar de aplaudir al joven que limpia plata sin reparar en que lo hace en época de exámenes. Y hay que advertir al parado de que una casa de hermandad no es el sitio más idóneo para buscar un porvernir. Ha llegado el momento de decir bien alto que los cargos de una cofradía no son nada. Que no sirven para lo más mínimo y que de ellos no se come.

La situación es delicada. Y a día de hoy para poder dedicarle tantas horas a una cofradía se debe tener la vida más que despachada. De lo contrario irás por el camino erróneo. Y probablemente no solo sea culpa propia sino de aquél que te ha besado como Judas para que sigas siendo un buen chico. Un buen cofrade. Un buen miembro de junta. Un lacayo. Un cofrade de pro.

@JGonzaloLeon