Con una sonrisa reflejada en el espejo del ascensor. Con una mirada de ojos que contenían el azul de la ciudad suspendida en el aire, se maquillaba torpemente. Reía ante el examen realizado por sus padres. Aprobadas todas las preguntas sobre con quién iba a callejear, dónde iba a comer y a qué hora iban a recogerla, se disponía, a sus quince primaveras, a encontrarse con la pasión de sus pasiones, sus amigos y su Semana Santa. Sola, con paso firme y dispuesto, iba hacia su místico ritual de cada Lunes Santo. Desde que no hace muchos años comía ese desayuno de pan y aceite y su madre la vestía con un antiguo traje de faralaes, se había aprendido el Himno de Andalucía. Y en esa salida íntima, rodeada de extraños, lo cantaba entredientes, susurrando cada estrofa, mientras clavaba la vista en esos ojos morenos. Sola y rodeada de extraños que se vuelven unidad para aplaudir, se le saltaban las lagrimas sin comprender que los mejores momentos a veces son los que disfruta uno solo con su intimidad. Gritos, risas, palmas. La pandilla reunida al fin. Ella cabreada por culpa de los tardones que impiden seguir el plan perfecto para no perderse ni un detalle de las procesiones. Manos entrelazadas para cruzar por medio de público y cortejos. Y él mirándola y el mundo deteniéndose. Llevaban dos meses juntos. Ella apoyaba su cabeza en el hombro de él mientras escuchaba como le contaba los pormenores de la marcha que sonaba. Un Cristo crucificado entraba en la catedral y el amor que nos enseñaba el Maestro se quedaba en el Patio de los Naranjos. Con el poco dinero sobrante que quedó de una copiosa cena a base de camperos en un escalón, compró una bolsita de chuches para llevársela a su amiga del alma que salía de nazarena morada. Le dio la mano a la penitente, anduvo acompañándola cual cirineo, recelosa de que ningún mayordomo regañase a su mejor amiga. De lejos pidió por sus estudios, se separó de la bulla estudiantil para cumplir su tradición familiar. Padre, madre e hija caminaban detrás de un manto. Andaban hacia su casa de calle Carril, Abrazados, en silencio, sin mirarse y sus ojos tornaban al color del atardecer del paraíso. Malva.

@malakahin