Han vuelto. Con toda su gobernanza de gentío ávido de espectáculos gratuitos. Y sus sonidos trompeteros, de pájaros sedientos de sangre. Mi corazón estalla como la cuenca de un cigarrillo en la penumbra, con un grito sordo, inane. Pienso con delectación en la cuadratura del pijama, siempre cercana al vacío. Y en el buen gusto de las culturas iconoclastas. De nuevo el tambor a mil por hora. Y la gente con gomina. Tejiendo arabescos incómodos con tus rodillas en permanente transición. Como si fueran seres enanos con chaqueta que nacen en el tórax.

Pocas cosas más plenas de sevillanía, de populismo con ecos de señorío que la Semana Santa de Málaga. Excusa panorámica. Un montón indecoroso de gente. Viendo pasar al alcalde a toda pastilla, como se avistan en lontananza las estrellas fugaces. Y con el subterfugio atroz de una espiritualidad que es en realidad a la espiritualidad lo mismo que Andy y Lucas a la música de cámara.

Ahora que el obispo de Málaga se empeña en armar discursos aberrantes, este asunto de las cornetas se presume casi civilizado. Si no fuera por la exageración sistemática. Las cofradías, como el fútbol, han hecho de la insistencia su programa de colonización del hombre. Hasta el punto que es más común ver una procesión en Málaga que un reportaje en la tele de Cristiano Ronaldo. Uno, siempre sensible, escucha protestar a las damas: «¿Todos los días hay partido?». Pues sí. Incluso un 4 de noviembre. Con cristos crucificados. Lo que además una falta de tacto supina hacia la historia, constituye en toda regla un spoiler de campeonato.

Fíjense qué lecho, el de las aceras, repleto de poluciones cofrades. Si es porque venga el turismo más valdría poner un dispensador de cerveza con croquetas en todas las plazas. Al menos, uno se garantizaría la posibilidad de escapar con su panamá y su maletín por los callejones. Porque no hay nada reprobable en esto de la Semana Santa salvo la hipérbole y que sea inescrutablemente cada año para todos y por decreto. Se siente envidia de los globos que escapan por el aire. Populismo atroz y garbancero de los munícipes. Tiranía de la mayoría. Sin posiblidad de escapatoria para los que quieran humildemente y con la mano en el pecho llegar hasta la puerta de su trabajo o de su casa.

¿Por qué cada vez que se aviene el Domingo de Ramos uno mira con nostalgia la vida pacífica de las naves industriales? ¡Y qué decir de los juguetes de interior y contemporáneos, como las videoconsolas, en lugar de las trompetas de plástico que suenan como gaviotas acuchilladas en la proa de los catamaranes! Una vez más saber que de nada sirve, que comienza el estado de excepción, una semana entrópica en la que se suspenden las leyes y en la que se puede berrear en cuclillas y con banda de fiscornos de madrugada y hasta beber en la calle. El Centro íntegramente convertido en la plaza Mitjana en un convención de coros rocieros. Sin clemencia ni misericordia. A todas horas. En esto quedó la reflexión teológica. En cortar las calles. Todos los días en el fondo son Semana Santa.