Quiero ver esta Semana Santa a través de los ojos de Paz. Toda una declaración de intenciones, sin duda, que me motiva e ilusiona. Me estreno como padre en la bulla. Yo, que siempre he criticado la presencia de cochecitos que ralentizan el incesante ir y venir del cofrade en la mañana del Domingo de Ramos, y te golpeaban inmisericordes los tobillos, este año quiero recrearme no sólo en la mecida y en la marcha, en la maniobra y el esfuerzo o en cómo se ejerce con rigor la penitencia y en el esparto que se ciñe a la cintura.

Quiero perderme también en la nube de globos brillantes que se elevan al cielo en un prodigio vertical, en la coreografía inconfundible de los capirotes, en los nervios del estreno y en el chupete de caramelo. Quiero ver la Semana Santa como la veía siendo niño: tan natural, tan mágica, efectista, barroca, luminosa... Sin evaluar de forma quisquillosa la puesta en escena. Disfrutar, en suma, de la celebración como lo hacía antes. Fue una infancia de redobles improvisados, y con seguridad arrítmicos, usando cajas de zapatos, y de largas procesiones de Clicks de Playmobil por el pasillo. Veía los tronos y daba igual las candelerías rectilíneas (que no había, ni candelabros ni velas derechas) o la disposición de las flores en las piñas (que tampoco había, sino que las ánforas eran utilizadas más bien como si fueran jarrones). Y daba igual. Sobre todo, además, era ajeno al mamoneo y la existencia de sinvergüenzas trepas que merodean las cofradías. En realidad, hay un espécimen así en casi todas. Se les conoce pero se salen con la suya, y de capataz, a cambio de tres cubatas.

Quiero ver esta Semana Santa a través de la inocencia, sin conocer el trasfondo de las albacerías. Y disfrutar como si fuera la primera vez. Dejar que me sorprendan en la curva y no tener prejuicios sobre la partitura elegida. Vivir intensamente cada instante. Si no lo consigo este año, es difícil que pueda hacerlo en adelante. Y lo haré con una pequeña de diez meses y nueve kilos y medio en brazos, con lo que eso puede conllevar para mi cintura y mi frágil estructura. Pero siendo feliz. Alejado de compadreos que nunca entendí y siempre denuncié y convencido de que la opinión de la mayoría no tiene por qué ser la correcta. Estos son mis principios y si no te gustan es lo que hay.

Pero no por ello voy renunciar al cálido abrazo del terciopelo. A ése que, como decíamos ayer, hace que te sientas parte de una hermandad a la que no perteneces por cuota, pero quizás sí por lazos de amistad. Y esa siempre termina traduciéndose en devoción. La Semana Santa es también sensaciones. A veces, sobre todo, sensaciones. Sentimientos. Y corazón. El bien de la hermandad ha de ser el bien de sus hermanos. La institución no deja de ser los miembros que la integran en cada momento, pero a veces de forma interesada se trata de anteponer el supuesto bienestar de la hermandad, como ente abstracto, al de los propios cofrades. Algo que no deja de ser una estrategia para seguir medrando.

Por eso, este año no quitaré la vista de Paz. Analizaré sus reacciones ante el penitente, el incienso, la música y la cruz. Y a través de ella, volveré a ser ese niño que, sin darse cuenta, estaba aprendiendo a ser cofrade. Soñaba con serlo. Aunque puede que mi cofradía no esté en este mundo. Ahora sueño con que ella lo sea, pese a todo. Será mi principal herencia. Y la de su madre.

Suplicio en Zamarrilla. Las hermandades de vísperas dieron ayer una lección de aplomo y saber estar al suspender sus salidas procesionales por culpa de la lluvia. No se mojaron. Yo lo hago ahora. Urge una solución ya en Zamarrilla, una hermandad cuya junta rectora, antes y ahora, se ha mostrado absolutamente incompetente al poner continuamente el riesgo, con sus decisiones, la devoción que se les profesa a sus sagrados titulares, provocando el sonrojo en propios y extraños, pero sobre todo en los hermanos. El intento de traslado de ayer fue un esperpento que se podía haber evitado. A falta de cinco días para el Jueves Santo, y estando a cinco metros del salón de tronos, no había necesidad de llevar a las imágenes entre plásticos y menos aún, sacar al Santo Suplicio, una imagen que no procesiona en Semana Santa pero que inexplicablemente, es trasladado cada año a ninguna parte. Ayer también, pese a las precipitaciones.