Los padres viven una especie de esquizofrenia cuando ven a sus hijos atrapados por la pantallita táctil. «Va a dar en tonto», auguran los más pesimistas. Pero, por otra parte, entienden que en la era digital el analfabetismo tiene que ver con la incapacidad para utilizar las TIC. ¿Es bueno o es malo que un niño se pase horas jugando con su dispositivo táctil?

Es la pregunta del millón que se hace la psicóloga clínica norteamericana Lucy Jo Palladino, autora del libro Educar en la era de la dispersión digital (Alba Editorial), que ella misma define como «una guía práctica para que los niños hagan un uso equilibrado de la tecnología».

Ponga a un bebé cerca de un simple interruptor de la luz y se le abrirá un mundo insospechado. Así ha sido desde que Thomas A. Edison nos lo puso más fácil. Aprendemos con las manos, el sentido del tacto, vital para poner en funcionamiento nuestros cien mil millones de neuronas. El interruptor de toda la vida es la pantalla táctil de hoy, lista para ser pulsada una y mil veces «y encima hace muchas más cosas» que el botón de la luz. Palladino califica los videojuegos, los teléfonos móviles, la televisión y, en general, todo lo que pulula alrededor de internet y las redes sociales como «acaparadores de atención» que en su momento y lugar adecuados «se pueden convertir en aliados». Y pone un ejemplo: «Si vuestro hijo de Primaria detesta la Historia, conviene encender el televisor y que vea Canal Historia».

El problema del universo digital, sobre todo el lúdico, es que a poco que nos descuidemos, asegura la investigadora, «los acaparadores de atención cogen más de lo que dan» teniendo en cuenta que «el cerebro inmaduro de un niño ofrece poca resistencia a las imágenes y los sonidos novedosos».

Partimos de una base: «Nuestros hijos pertenecen a un mundo donde la destreza en el manejo de la tecnología es obligatoria» y que además «están biológicamente predispuestos al uso de las pantallas táctiles».

La pregunta es hasta dónde permitirles su uso, dónde está la frontera a partir de la cual un padre o una madre deben poner freno al juego. Lucy Jo Palladino lo plantea a modo de duda, que vale para los padres en relación con sus hijos pero también para cualquier adulto que use las nuevas tecnologías. «Es necesario que aprendamos a formularnos esta pregunta: ¿qué no estoy haciendo ahora?». Una toma automática de conciencia que en muchas ocasiones debería poner hora de caducidad a ese nomadismo sin sentido por las páginas de internet o por las galaxias marcianas.

No hay nada más aditivo que los juegos digitales porque son ventanas abiertas al mundo. Mejor: abiertas a un mundo. Palladino apela a una metáfora, la del mago, para explicarlo. «Un mago hábil desvía nuestra atención de modo que nos induce a mirar en una dirección, y entonces no vemos lo que ocurre en otro sitio».

Es la sensación que tienen muchos padres cuando ven a sus hijos con la consola en la mano. «Si cae la casa, él seguiría ahí, jugando y sin enterarse». Lo cierto es que cambia la tecnología, pero no la capacidad de abstraerse en una sola dirección: nuestros bisabuelos podrían haberlo dicho de nuestros abuelos cuando los veían devorando un libro de aventuras de Julio Verne. ¿Es más pedagógico «La vuelta al mundo en 80 días» que el juego de construcción «Minecraft»?

El éxito de los juegos «radica en que activan los centros de gratificación en los cerebros de los niños» y además lo hacen ¡ya! Un riesgo porque las nuevas generaciones andan flojas en lo que la psicóloga Palladino denomina «la necesidad de desarrollar la voluntad de espera, que es justo todo lo contrario de la experiencia con la pantalla táctil».

La vida -explica- nos pide a todos «entereza, perseverancia y motivación». No es que nos lo pida, es que nos lo va a exigir. ¿Cuántas veces hemos visto a nuestros hijos apretar una y otra vez el pulsador de su dispositivo táctil, tratando casi inconscientemente de acortar los plazos que el artilugio informático requiere para seguir en funcionamiento? Diez segundos se pueden convertir en un tiempo insufrible de espera.

Saber esperar es casi una garantía de éxito futuro. Palladino se refiere a un experimento que ya tiene más de cuarenta años llevado a cabo por el psicólogo Walter Mischel. La prueba consistía en poner a niños, solos, delante de un dulce y en medio de una tesitura: si te comes el dulce ahora, pues muy bien; si esperas a comértelo un cuarto de hora, te damos ración doble.

«Los estudios de seguimiento demostraron que a los niños capaces de esperar más tiempo por la golosina les fue mejor en la vida». La prueba de los dulces, cuarenta años más tarde, «predijo el éxito futuro con mayor precisión que cualquier otra medida, incluido el coeficiente intelectual».

Tan sólo el 30% de los niños esperó los quince minutos que se les sugería. Fueron capaces de apartar la atención del estímulo intenso, el dulce. Lo que Mischel llamó entonces «asignación estratégica de la atención» se puede denominar hoy control de la impulsividad o autodisciplina.

Cambiemos el dulce por el iPad, con la aplicación preferida de cualquier niño de hoy en día. ¿Cuántos serían capaces de esperar un cuarto de hora para empezar a jugar, aunque el beneficio de esa espera fuera el derecho a disponer de la pantalla táctil media hora más? Probablemente menos de ese 30% que hace cuatro décadas se resistieron al dulce inmediato.

Los niños y su universo lúdico informático no lo van a poner fácil, pero Lucy Jo Palladino pide a los padres evitar el «pobre de mí» cuando los aparatitos digitales parezca que ganan la batalla. «Inevitablemente, la motivación materna y paterna sufrirá vaivenes, pero frente al agotamiento emocional es bueno mantener una imagen mental de vuestro hijo como adulto de éxito y persona independiente».