Esta es la historia de una pasión. La botella de vino más cara jamás vendida en una subasta fue ofrecida en Christie’s en Londres, el 5 de diciembre de 1985. No tenía etiqueta, pero grabada en el vidrio figuraba una fecha1787, la palabra Lafitte, y tres letras «Th.J».Perteneciente a una selectísima colección, al parecer había sido descubierta detrás de una pared de un sótano tapiado en un antiguo edificio de París. Junto al Lafitte - desde hace tiempo se escribe con una sola «t»- había botellas de Château d’Yquem, Mouton, y Margaux con las mismas iniciales Th.J. . Todo ello sugería que el vino había sido propiedad de Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Independencia, fundador de la Universidad de Virginia y tercer presidente americano: la botella se consideró una de las grandes rarezas del planeta. Algo más de un centímetro por debajo del corcho, el nivel del vino era excepcionalmente alto para tratarse de una antigualla así, y su color demasiado profundo para la edad. Su valor fue catalogado inestimable.

Antes de proceder a la subasta, Michael Broadbent, entonces jefe del departamento de vinos de Christie’s, consultó con expertos de la casa que confirmaron que tanto la botella como el grabado coincidían con el estilo francés del siglo XVIII. Jefferson había servido como ministro de los Estados Unidos en Francia entre 1785 y el estallido de la Revolución, y desarrollado una gran fascinación por el vino. A su regreso a América, pidió grandes cantidades de burdeos para él y para George Washington, y ordenó que sus envíos debían estar marcados con sus iniciales. Durante su primer mandato como presidente, gastó 7.500 dólares, unos 120.000 al cambio de hoy, en botellas , y enseguida se granjeó fama como el primer gran conocedor de vinos de Estados Unidos.

Jefferson se entregaba a la enología con la misma pasión que dedicó a otras muchas aficiones: los libros, las ciencias, los viajes y Sally Hemings, su esclava mulata. Según tengo entendido bebió mucho vino. Llegó a decir que, en el contexto norteamericano donde las personas se emborrachaban con cosas equivocadas de la manera equivocada, el vino era el mejor antídoto para el whisky. Cuando salió de la Casa Blanca en marzo de 1809, su cuenta de botellas sin pagar ascendía a 11.000 dólares, el equivalente a 158.000 contantes y sonantes de la actualidad. En su casa de Monticello consumía alrededor de 400 botellas por año. No está nada mal. Todas ellas procedían de Europa: las vides no prosperaban todavía en el suelo americano pese a los esfuerzos del propio Jefferson por desarrollar un terroir en Virginia. Ni con la ayuda de los braceros africanos podía sacar aquello adelante.

Parece ser que la afición de Jefferson empezó a germinar en los años de la revolución americana y que se debió curiosamente al enemigo. En diversas etapas de la guerra, los británicos contrataron mercenarios alemanes, principalmente de Hesse. Cuando estos cayeron prisioneros cerca de Monticello, Jefferson estableció contacto con ellos. Le presentaron algunos vinos procedentes de sus provisiones que estimularon el apetito del padre de la patria americana. Al tratarse de alemanes, seguramente eran vinos blancos. Pero la auténtica devoción enológica le sobrevino en 1787 en París, tras ser nombrado ministro de Estados Unidos en Francia por el Congreso de la Confederación.

Jefferson regresó a América en 1789 para servir en el gabinete del Presidente Washington, y se llevó el vino con él a casa. Empezó a ordenar los envíos. Pese al riesgo de los viajes transatlánticos, exigía botellas y no toneles para evitar el riesgo de que fueran aguados por comerciantes sin escrúpulos o bebido su contenido durante la travesía por marineros sedientos. Las excavaciones arqueológicas en Monticello sacaron a la luz trozos de vidrio de botellas de vino rotas bajo el suelo de lo que fue su bodega.

Pero a estas alturas se preguntarán que pasó con la botella de Lafitte de 1787 de la subasta de Christie’s. Además de examinar el material histórico relevante, Broadbent había probado otras dos botellas de la colección. Algunas cosechas del siglo XIX conservarían todavía un sabor delicioso en el caso de haber sido almacenadas correctamente. Pero el vino del siglo XVIII era extremadamente raro, y no estaba claro si las botellas de Jefferson habrían aguantado el paso del tiempo. Broadbent, master of wine, una certificación profesional para los escritores de vino, distribuidores y sumilleres, que denota una amplia experiencia y un buen criterio, había descrito como perfecto en todos los sentidos, color, aroma y sabor, un Jefferson 1784 de Yquem. Broadbent abrió la famosa subasta en diez mil libras. Un par de minutos después, el martillo cayó sobre la mesa. El adjudicatario fue Christopher Forbes, hijo de Malcolm Forbes y vicepresidente de la famosa publicación de negocios. El precio final fue de 105.000 libras, unos 157.000 dólares. Si de aquella hubiera existido en la moneda única europea: del orden de143.000 euros. Alguien le dijo a Forbes : «Esto es más divertido que los gemelos que Lincoln tenía en la mano cuando le dispararon en el teatro». Y el nuevo dueño de la botella respondió: «También los tenemos». Tras la subasta, otros coleccionistas buscaron las botellas de Jefferson. El editor de Wine Spectator compró una través de Christie’s. Un misterioso hombre de negocios de Oriente Medio, otra. Y a finales de 1988, un magnate estadounidense llamado Bill Koch compró otras cuatro.

Lafitte, el gran vino bordelés del Príncipe de las Viñas pasaría a manos del banquero James de Rotschild, que se había acomodado años antes en el edificio de Fouché de la parisina Rue Lafite, en 1868. Cuando alguien le vino a ofrecer la compra de los viejos viñedos de Pauillac, el banquero sonrió: «¿Cómo dice usted que se llama ese viñedo, Lafite? Qué gracia, igual que la calle donde vivo. Me lo quedo». Pero no hubo ningún otro interés. Dicen que murió años más tarde sin haber visitado el château que compró. La encargada de reconstruir la arruinada finca, en los límites con Saint Estephe, y ponerla de nuevo en marcha fue su viuda. Thomas Jefferson, el primer enólogo y apasiado del vino de América, también se habría puesto manos a la obra. Sin dudarlo.