Me agrada, por lo general, el brillo alterado de los efectos de tiempo. No sólo en la ropa o en unos zapatos de calidad, también incluso en las porcelanas finas y sobrias que realzan la comida. Son reflejos profundos y poco velados que denotan el aprecio por una elegancia algo marchita frente al oropel reluciente, hortera y superficial. Me disgustan el trampantojo en la mesa a la hora de servir, y esos platos inapropiados que tanto utilizan algunos restaurantes modernos para distinguirse, y que parecen dispuestos en cualquier momento a repeler las viandas, tanto por el color como por la forma. Gran culpa, es cierto, la tienen los menús largos que ofrecen muchas más posibilidades de equivocarse al elegir el recipente ideal para emplatar depende qué tipo de preparaciones. Es esa necesidad de ser originales, o la racanería de algunos restaurantes para disponer de un servicio de mesa adecuado a la categoría o la factura, la que produce mayor número de dislates. Por ejemplo, que alguien decida presentar en la mesa la comida en una pala, en una bota de fútbol, en un zapato, un ladrillo, una piedra, o en cualquier tipo de helecho, raíz o de tronco, como puso de moda el chef danés Rene Redzepi. La rusticidad siempre ha sido muy apreciada pero debería estar reñida con la alta cocina. Las cazuelas de barro de toda la vida son un auténtico despropósito desde el punto de vista de la estética y también de la temperatura de la comida que se sigue cociendo. Por no hablar del característico y apestoso sabor que, en muchas ocasiones, impregna los alimentos que se sirven en ellas. Igual que la manía, también muy querida por algunos, de llevar esas piedras calientes a la mesa que estropean la carne y que también le pueden estropear a uno la comida o la cena, duchado de aceite, desprendiendo olor a fritanga o con la ropa camino de la tintorería.

Otro despropósito antihigiénico son las sartenes habituales de los restaurantes de poco pelo con las que se pretende, pienso yo, imprimir autenticidad a cualquier comistrajo. Lo que no siempre se aprecia, lamentablemente, es preocupación por calentar la vajilla cuando se trata de una comida caliente, un potaje o un guiso que pierden enseguida la temperatura. Eso tan recurrente que ha definido con frecuencia tópica la inapetencia culinaria de Gran Bretaña también nos afecta: «Si está frío es una sopa; si está caliente, es una cerveza».

He visto aperitivos y entrantes presentados en alambres de espino; cucuruchos de papel para todo y no sólo para las frituras, porque el cucurucho al parecer está de moda; también he quedado atónito con el pan servido en un sombrero; patatas fritas en un tiesto; un postre de crema y chocolate en una regadera; carne ensartada en una espada, y hasta una empanadilla en un libro falso hueco. No he dicho que haya comido nada de esto, sólo que lo he visto. No son únicamente los restaurantes de medio pelo con pretensiones modernosas los que caen en este tipo de ordinarieces, los de alto copete tienen gran parte de culpa de lo que pasa. Redzepi tiene muchos imitadores. Y también está el caso de Heston Blumenthal, que practica el clasicismo más refinado en el Dinner, rescatando la cocina del imperio británico, pero a la vez cultiva el sensacionalismo del trampantojo culinario en The Fat Duck, su tres estrellas Michelin, de Bray. Suyo es el plato sonido del mar, que incluye además de unas ostras y unas algas, auriculares para escuchar las olas mientras se mastica. O la baraja de chocolate blanco de los postres. Blumenthal, y en esto no lo culpo, se cansó de que sus clientes fotografiasen tanta orginalidad para subirla a las redes sociales y acabó por rogarles que no lo hicieran. Fotografiarlo todo, lo que se menea y lo que no, se ha convertido en una de las obsesiones de esta actualidad innombrable que diría el escritor y editor italiano Roberto Calasso.

No hace todavía demasiado se originó un incidente diplomático cuando el cocinero de Benjamin Netanyahu presentó un postre servido en un zapato, unos bombones, en una cena oficial con el primer ministro japonés Shinzo Abe. Se ha llegado a tal grado de estupidez y de mal gusto que se ha formado una plataforma, We want plates, con 150.000 seguidores en Twitter, para hacerse eco de este tipo de disparates. Reividincan simplemente la vieja costumbre de comer en platos. Blancos, por favor.