En 1990, cuando fue nombrado mejor cocinero del siglo, Joël Robuchon tenía 45 años y encarnaba la grandeur de Francia, el país que mantiene con la cocina uno de los idilios más apasionados que se conocen. Un lustro después, el chef, fallecido esta semana tras lograr más estrellas Michelin que ningún otro en la historia, pasaba como a él mismo le gustaba decir a un retiro activo con restaurantes abiertos en medio mundo, salones de té, y otros negocios. La actividad no cesó para él hasta que la amenaza desasosegante de un cáncer de páncreas le obligó a depositarla en manos de un fondo de inversiones.

Pues bien, coincidiendo con el fin de la temporada de la trufa, a la que había dedicado no pocos desvelos, en 1995 Robuchon se alejó discretamente de la avenida Raymond-Poincaré 59 (París 16º), donde cuarenta y siete cocineros, mayordomos, pasteleros, sumilleres, empleados y aprendices lo habían acompañado durante unos cuantos años de esplendor memorable. Inicialmente pensó en las asesorías, un negocio bastante más lucrativo y menos arriesgado, y más tarde, en 2003, abrió sus primeros L’Atelier, enParís y Tokio, con muchas menos pretensiones y presiones que el magnífico restaurante de su nombre. Y, sobre todo, unos costes menores. Empezaba una nueva etapa para el gran obrero deFrancia, el hombre que mantuvo durante toda su vida que en la cocina no se podía crear nada sin una base sólida. Fue la frase que repitió una y otra vez. Por algo había crecido bajo el reinado de una tradición impuesta por el legendario Escoffier que requería el conocimiento a fondo de la raíz que más tarde interpretarían sabiamente Jean Delaveyne, Alain Chapel y Charles Barrier, tres ancianos que se cruzaron en el camino de Robuchon. Su sentido de la nueva cocina lo compartió con otro de los grandes, Frédy Girardet, de manera viva, estableciendo una regla que no se podía romper, la de los sabores y los aromas naturales combinados con la mejor y más eficiente técnica. Una cocina cautelosa hacia los efectos volátiles de la moda.

Chapel fue el maestro, y Girardet, cómplice y amigo, le ayudó a inspirarse desde los tiempos de Jamin, su primer restaurante parisino. La originalidad de Robuchon consistió, de acuerdo con la mayoría de las opiniones, en enfatizar el trabajo bien hecho: preocuparse de ser más un cocinero perfecto que un innovador imperfecto. De Girardet admiraba la creatividad pero, al igual que él, le daba la mayor importancia al producto, al proceso y al trabajo. Si a ello se une el rigor, de la cocina pueden salir sublimes platos bien armonizados: langostas y castañas, gelatina de caviar y coliflor, milagrosas setas, y la trufa que, por sus características, exige la habilidad del que la trata para no perder el poder de su aroma. Todo ello se esforzaba por controlarlo Robuchon, haciendo buena aquella frase de Brillat-Savarin de que uno nace asador y se convierte en cocinero.

¡Y el puré de patata! Todos han hablado y escrito del universal puré de patata. ¿Cuál es su secreto? No hay tal, consiste simplemente en utilizar 100 gramos más de lo habitual de la mejor mantequilla, y esas patatas del tamaño de un dedo grande hinchado llamadas ratte que saben a castañas. Es decir 250 gramos de mantequilla para un kilo de patatas. Todo bien tamizado hasta conseguir una dulce cremosidad.

Nacido en Poitiers, cocinero antes que fraile, su paso por el seminario le sirvió para reemplazar una vocación por otra. Allí mismo, junto a los religiosos, entabló relación con la cocina. Con la artesanía ganada con tanto esfuerzo y la precisión como objetivo de su cocina correcta no es de extrañar que la leyenda de Robuchon haya girado, por encima de cualquiera otra de sus virtudes, alrededor de un puré de patatas. De hecho la patata es un prodigio, él mismo le dedicó uno de sus libros más populares, Le Meilleur et le plus simple de la pomme de terre, firmado al alimón con el médico nutricionista Patrick P. Sabatier. En él figuran estupendas recetas con el tubérculo rey.

El gusto es una medida de civilización que se han encargado de dosificar convenientemente cocineros rigurosos como Robuchon, preocupados por tamizar patatas y mantequilla y lograr cremas sublimes. O en dilatar la carne de los pescados para hacer albóndigas, consciente de que no es fácil inflar hasta cuatro veces el volumen de una quennelle. A ver si se enteran los cocineros vacuos y pretenciosos de este mundo.