Tenía el rostro cuajado de sombras. Quizá como las huellas de una trompeta herida por la que ha pasado, y todavía pasa, el viento y el calor. Resulta difícil hablar en pasado de Juan Gelman, un hombre y un poeta escasamente hecho de tiempo; o más bien colocado en una especie de remanso, en una montaña de relojes, buceando permanentemente en su mecanismo con una paz a martillazos que sólo el dolor y la lucidez -la lucidez del dolor- sabe edificar. A Gelman se le reconoce precipitadamente en España como un poeta triste. Y, sobre todo, marcado por la condición del exilio. El secuestro de Macarena, la nieta, la muerte del hijo y la nuera, la dictadura militar. Un caballero de la nostalgia lo suficientemente extraordinario para, como recordaba Julio Cortázar, su buen amigo, pegar una patada en las telerañas de la costumbre y dejar atrás la escritura miope de diván y la literatura de octavilla. Porque el dolor en Gelman era una categoría que avanza, repliega y se transforma; a veces para convertirse en ternura y en alegría y siempre en una aventura extrema, con el lenguaje como pena arrebatada y capital. Con la muerte del argentino se va un poeta que era miles de poetas y que firmó una de las páginas más atrevidas y luminosas del castellano en el último medio siglo. Una poesía traspasada por escalas místicas, sesudamente esponjosa, del tango y de Castilla, con tantos registros como pájaros en la tarde tropical. Desde sus primeros versos de arrabal hasta verdaderos jalones para el género como Valer la pena. Le recuerdo en Málaga, aquella tarde, alto y melancólico como un sauce. Y también en otra, en Buenos Aires, cuando no estaba pero se le intuía, escuchando su voz bajo un cielo sucio en uno de los tangos que le compuso Cedrón. Gelman se queda adentro, galería interna para la vida y para la combustión.