De chavea viajar a tierras británicas era uno de mis sueños; ya de mayor siempre he preferido destinos menos obvios y nunca encontraba el momento adecuado. Pero ahora tenía la excusa perfecta: ir acompañado de la mujer más maravillosa que pisa este planeta.

El sol de Málaga parecía querer venirse con nosotros en la maleta pues nos recibía el aeropuerto de Stansted con una mañana radiante. Desde el primer momento el paisaje te advertía que estabas fuera de tu país: una constante postal idílica campestre pasaba ante nuestros ojos como diapositivas por la ventanilla del tren que nos llevaba al ojo del huracán capitalino. Camden Town era nuestro cuartel general para salir disparados en un metro que iba como una bala bajo la ciudad.

El silencio, sí, el silencio. Montarte en un ascensor con veinte personas más y no escuchar una mosca, andar por la calle y no escuchar una voz más alta que otra, los coches, salvo raras excepciones, parecen no tener claxon. La mezcla: montarte en un vagón de metro al azar y parecer que estás en una cumbre de las Naciones Unidas. La educación -«se dice que un ingles te puede estar golpeando la entrepierna pero pedirá disculpas por cada golpe»- y la amabilidad fueron las primeras observaciones que me sorprendieron gratamente.

«He caminado por las calles de Londres durante los últimos treinta años, y encuentro algo nuevo cada día», apostillaba Walter Besant. Y no le falta razón. Con solamente andar por sus calles entras en un Stendhal profundo; la arquitectura moderna y la clásica casan a la perfección, cada ladrillo rezuma historia, la tradición va en la sangre y presumen de ello, de sus victorias, sus artistas y sus costumbres.

Nuestros objetivos principales en la capital eran el Tate Modern y British Museum, los mercadillos de Brick Lane, Camden y Portobello por nuestro gusto por los objetos curiosos y la ropa más diferente. Empezando por que los grandes museos son gratuitos, nos sorprendieron gratamente el contenido y la forma de comisariarlos. Al British Museum lo bauticé como para la casa piedras por la capacidad de tomar prestado de otros pueblos sus más valiosos tesoros arqueológicos y en el Tate me di cuenta de que estar rodeado en menos de cien metros cuadrados de Dalí, Picasso, Juan Gris, Brancussi, Pollock, Louise Bourgeois, Max Ernst, Kandinsky o Warhol te deja sin palabras.

Comer en Borough Market ,los puestos de Portobello o en el interior de la Torre Truman en Brick Lane es una delicia para los que disfrutamos comiendo, una auténtica exposición universal constante de platos de todo el mundo. Brick Lane es un auténtico Soho donde aparte de en las paredes el arte se respira en la gente, que es lo que verdaderamente importa. Respecto a los mercadillos, compramos desde una mascara de gas por cuatro duros, medallas de la I Guerra Mundial, vestidos de los 50... Pero lo verdaderamente impagable era el ambiente festivo, los músicos callejeros y la banda sonora general que nos acompañaba. En el próximo os cuento la experiencia de visitar Stonehenge y Salisbury.

«Cuando un hombre está cansado de Londres, está cansado de la vida», decía Samuel Johnson.