En esto de la poesía, afición pastueña y al mismo tiempo bronca, existe un gran malententido técnico que no deja de producir hastío y desalentar a los pocos lectores que todavía conservan la agudeza y el buen juicio social de no declararse practicantes. La charlatanería dogmática, la falta de interés y el provincianismo pandillero y freak de muchos de sus escritores han provocado lo que siempre provoca el mundillo cultural cuando se vuelve grosero y estéril: que la gente desparezca y se deje de lado en las auditorías lo que verdaderamente distingue e importa. Da igual, en el fondo, que un poema sea mineral o acuático, de parque o de jardín, con esquinas que no hacen pie o tosco. El tema es complejo, aunque quizá baste con decir que lo único que no se admite es que sea malo, que no tiemble, que aburra, que se agote.

En España nos hemos acostumbrado con absoluta rapidez a indolencia a este tipo de poesía acomodada, predecible, muy a menudo de ingenio de sobremesa, que arrastra en su morral el mismo pecado de la generación LOGSE, la confusión cínica entre la ramplonería a conciencia y la necesidad de acercar a todo el mundo a los libros, que no iba por ahí, por ese flanco, sino por el contrario, el de la educación y la mejora de la enseñanza. Faltan por aquí poetas de ambición universal, diferentes, y, sobre todo, cultos, entendiendo por «poesía culta» lo que señalaba T. S. Elliot, que era justamente lo contrario a la pedantería, la conciencia fina y musical del género, con lo bueno y lo malo, de su historia. Disgregado y múltiple, surgiendo por aquí y por allá, entre silencios y variaciones de su propio nombre, el autor Cristóbal Polo, antes conocido como Cristof Polo, es de los pocos que consigue afirmarse en ese rara y luminosa competencia. Y, además, sin brusquedades, manteniendo el lenguaje a raya y al mismo tiempo siempre en el precipicio de su voluptuosidad, de sus posibilidades expresivas ilimitadas. Algo que al lector más avisado le sonará de las imágenes de su volumen de narrativa, Cuentos premonitorios, y, que, ahora, se agudiza con Tumba común (Gravitaciones), el centro de un proyecto artístico singular que incluye rodajes en Super 8 y fotografías tomadas con una estenopeica de propia factura, hecha con una caja de cerillas (tumbacomun.com).

En Tumba Común, que se acompaña en la edición con algunas de estas imágenes, no hay malabarismos ni poemas con chistecico final al fondo. Es un libro espectacular, de principio a fin, de los que no admiten medias tintas ni consideraciones burguesas. Contiene auténticas joyas envueltas en caparazones de prosa, músicas perfectamente ensambladas llegadas de cualquier tradición, de cualquier arte, de la voz coloquial, de giros filosóficos. Por todas partes fluyen metáforas que conducen al asombro, a paisajes amplios y desolados. Perfectamente recortables, con valor autónomo y a la vez formando un todo. Cristóbal Polo es uno de esos escasísimos autores en los que la vinculación a la tierra, a la naturaleza, convive fácilmente con lo indeterminado y válido para cualquier lugar y para cualquier lector, un escritor que suena tan moderno como genesiaco, que a veces parece oriental, otras beckettiano, fácil y difícil a la vez. Escrito en su mayor parte en Lituania, la Tumba común inventada por el poeta es una tumba en la que el paisaje permea, aflora, pedregoso y níveo, convertido en un mapa de símbolos, de alerta, de misterio. De Joyce, de su Ulises, de Cervantes, siempre se ha elogiado la capacidad para asimilar los prodigios del habla, del lenguaje vivo y nada oxidado mezclado con la imaginación libresca; mucho de eso hay en Cristóbal Polo, pero entendiendo por tradición la expresividad del mito, de la aspiración trascendente desde dentro de la desolación contemporánea e individual. Una estenopeica, con luz manchada, luz nada prosaica pero sin solemnidades, belleza y melancolía, la extraña poesía de siempre, de todos sitios, intemporal: «Los territorios que se alejan hacia el cuaderno /van despoblándose de moscas. / Las moscas siguen la dirección contraria al frío. /También sus garabatos se opacan / se vuelven más lentos al oído. / La tarde se apaga. / Las pantallas parpadean en medio de todo ese silencio. / Su madre, que aún le ve/ le habla de las avenidas desiertas».