Mucho antes de los alarmismos del bikini y de la importación encadenada de palmeras, Torremolinos era más que un lugar de vacaciones, que un refugio selecto del sur de Europa. Su mención equivalía a un edén despejado en Occidente, a una tentación exclusiva, reputada, envidia de islas y de paraísos azules. Las virtudes que engalanan al Índico y a la picassiana Antibes, a Los Hamptons, serían un principio de vulgaridad impostada comparada con las que revestían a la Costa del Sol. No es una exageración. La ciudad seducía a princesas, a aristócratas, a artistas que vivían a miles de kilómetros y no entendían de la bendición de la oferta y de los vuelos chárter.

Era 1957. La industria turística apenas despegaba, pero Torremolinos parecía otra cosa. Un torrente que con pocos hoteles había conseguido convertirse en el último delirio de las clases más pudientes, en el ventanal oculto y tolerado de un país decadente, pulverizado por las secuelas de la guerra y la dictadura. Los ídolos de masas nacían en otros océanos. ¿Qué magnetismo ejercía Málaga para hipnotizar a las élites? Se podrían trenzar descripciones con fondo de literatura andaluza y gargantilla de cuello noble, pero basta con comprobar sus resultados. Torremolinos cautivaba. Tanto como para enredar al actor del moda, el legendario Marlon Brando.

La celebridad en su edén

El rebelde, el hombre del millón de admiradoras, se alojó en la Costa del Sol de manera inopinada, casi anónima. Su vida en Torremolinos está rodeada de silencio y despierta dos hipótesis: o actuaba con discreción de búho o tenía muy buenos e insobornables confidentes. La opción de que pasara desapercibido es harto improbable. Cuando aterrizó en Málaga, Marlon Brando ya era el capataz de Hollywood, había rodado ‘Un tranvía llamado deseo’ y contaba con un Óscar, concedido por su papel inmortal en ‘La Ley del silencio’.

Recomendación misteriosa

La llegada del actor a Torremolinos no fue casual, o al menos, no del todo. En esos días eran inexistentes los folletos turísticos. La Costa del Sol no seducía en dípticos a todo color con desplegables de suecas en lencería colorada. No le hacía falta. La publicidad se hacía de boca en boca a través de distinguidos oradores. Uno de ellos tropezó con la estrella durante un viaje por Europa y le recomendó el destino de manera, al parecer, histérica y convincente. Marlon Brando no se lo pensó, agarró la maleta y se trasladó a la tierra de la caña y los espeteros.

El anticipo de doña Escarlata

Aquí el protagonista de ‘El Padrino’ no se prodigó por la cultura de noche. Al contrario que otras celebridades de la época, caso de Frank Sinatra, su periplo malagueño transcurrió sin sobresaltos. La prensa ni se enteró. El actor acababa de coronarse como nuevo rey del cine americano, tenía 33 años y aún arrastraba los traumas que han forjado su leyenda biográfica. La versión de Brando en Málaga fue la íntima y metafísica. En la misma arena en la que rodarían las españoladas, el icono de los sesenta se paseaba, probablemente en tono melancólico, con ganas de arrojar piedras al Mediterráneo y pensar, como un poeta lacustre, en los recuerdos de su infancia. Amargos, por lo que se sabe. Marlon no fue la única superestrella que enrumbó hacia la Costa del Sol en 1957. La promoción, ese año, caló profundo entre los artistas de Hollywood. En enero, en plena temporada baja, Torremolinos acogió a su compañera en ‘Un tranvía llamada deseo’, la malograda Vivien Leigh, doña Escarlata O’Hara, que se hospedó junto a su marido, el también archiconocido Laurence Olivier. Quizá ahí reluzca la conexión. Puede que la pareja británica se citará en primavera con Brando en una terraza de Los Ángeles, que les sirvieran unos nachos con queso y Vivien, sonrisa beatífica, pusiese de nuevo a Málaga en el mapa, ‘Touremolinos’, confía en mí, ‘honey’, dicen que se llama.