Vinieron de Florida. Como las tablas de surf. Como los bañadores estampados. Fue el mismo año del veraneo de Paloma Picasso, del aterrizaje del jumbo, de los marineros estadounidenses y su errancia por las noches de Benalmádena. Eran seis, el número del toro bravo. Los delfines llegaron para quedarse, pero apenas duraron lo que duran los campamentos estivales. Hay quien habla de maleficio, de premonición, e, incluso, de balada. Una tragedia azul, un expediente extraño de una historia extraña, la de la década que convocó a los fantasmas.

Hasta entonces todo había sido lujo y besamanos. La Costa del Sol evolucionaba con la gracia de los parques, su prestigio florecía sin entrever ni siquiera la sombra de futuras perturbaciones. Los setenta fueron todavía años dulces para la provincia, aunque no pudieron contener el asomo del Golem, con su cara enladrillada. Quizá los delfines supieron anticiparse. De los seis, uno no llegó a aterrizar en Málaga, a pesar de los cuidados de los especialistas estadounidenses. Murió justo cuando el avión sobrevolaba Torremolinos. Fue el principio del fin de un proyecto, el delfinario, que no sería recuperado hasta décadas más tarde, si bien, eso sí, en la localidad vecina, en Benalmádena.

La moda de los animales del mar

Que a alguien se le ocurriera montar una atracción con delfines en el sur de España encajaba frenéticamente con las aspiraciones de la época. Si la Costa del Sol estaba de moda, la simpatía de los cetáceos no le iba a la zaga. Se pensaba en ellos como la versión marítima de los perros y los gatos, los niños estaban a punto de jubilar en su nombre al amigo imaginario. Empezaba la poética que aludía a su astucia, a su solidaridad, al buen rollo del chapoteo y las pelotas de colores. Málaga quería tenerlos cerca. Había logrado atraer a estrellas de Hollywood. Por qué no a estos animales, infinitamente más acostumbrados a las exigencias del agua, con permiso de la gracilidad de Ava Gadner.

El delfinario de Torremolinos importó media docena de ejemplares amaestrados. El avión que los transportaba aterrizó en Málaga el 23 de mayo de 1971. De la inauguración se cumplen cuarenta años, aunque nadie lanzará cohetes para celebrarlo. Ni siquiera ese día estaban justificados. El fallecimiento de uno de ellos había tendido un capote negro sobre el parque. Aunque los promotores lograron reponerse. Al menos, temporalmente.

Nuevas bajas a final de año

La aventura de los delfines se mantuvo durante todo el verano. Se desconoce la cifra de visitantes, el ego de los cinco que quedaron bajo el agua. Todo el mundo confiaba en que la muerte del sexto ejemplar significara únicamente un traspiés momentáneo. Pero el delfinario necesitaba una conjura, un sortilegio. O quizá cuidados más estrictos, quién sabe. Diciembre fue el final y no sólo del año. Torremolinos perdió de una tacada a tres de sus cinco cetáceos americanos. La versión oficial menciona una infección provocada por la ingesta de metales.

Extrañas desapariciones

El fracaso del espectáculo de los delfines está circundado de un código funesto, borroso. Un mes antes de la llegada de los animales, había desembarcado en la Costa del Sol un barco estadounidense repleto de marineros, que se dedicaron a menesteres terráqueos. La conjunción, elevada sobre un fondo de lujo, se sitúa a medio camino entre un capítulo de Miami Beach y una novela de John Dos Passos. El mal de los metales, toda una rareza. Puede que alguien perdiera un Rolex ese verano.

Residentes inadaptados

A principios de los años setenta, los delfines fueron los únicos a los que les costó adaptarse a la vida de Torremolinos. El delfinario se evaporó e inauguró una etapa de historias truncadas, algunas de ellas de un barroquismo extraordinariamente bien atado. El Disney World que finalmente se fue a París, el espíritu de un parque retomado en la idea de Benalmádena, aunque con otro contexto, con otra inercia. Pocos son los que conocen el destino de la pareja de delfines que sobrevivió a la Costa del Sol. Los bichos más tristes del planeta, expulsados de su propia diáspora.