Quien haya leído la última crónica del año, la del 31 de diciembre, habrá pensado que tal vez la ración de amargura debería haberse quedado en un párrafo o dos: en ella desgranaba la desgracia de muchas familias, la mayoría, que lo están pasando mal para llegar a final de mes o incluso para que todos sus miembros coman tres o cuatro veces al día. Hablaba de los desahucios y del inmenso dolor que ha causado la insensibilidad del Gobierno y de los bancos, y de la pesadumbre que embarga a muchas personas, lo que se nota en que se ha disparado el consumo de ansiolíticos debido a la dura realidad que nos rodea, incluido como factor desencadenante la insolidaridad de algunos de nuestros políticos -no son todos, por más que a los periodistas nos guste generalizar- y de determinados empresarios, que han aprovechado la reformita laboral a su medida para quitarse de encima a esos trabajadores que acaban de sobrepasar la cincuentena, dejando a las puertas de la miseria a mucha gente para seguir manteniendo sus dos chalés y unas lujosas vacaciones.

Hablaba de todo eso, decía, de ese gris plomizo que cubre el futuro, aunque, qué quieren que les diga, cada vez tengo más claro que cualquier persona guarda en su pecho la sabiduría suficiente y la férrea voluntad innata que le permite superar las situaciones más duras, las más extremas, las que ponen en un brete vital a padres y madres de familia que han de dar de comer a sus hijos cada día. Por verle algo bueno a esta crisis inhumana, ahora somos más ahorradores, hacemos las cosas con más cabeza y sólo compramos aquellos que podemos pagar. La solidaridad se ha multiplicado por mil. En Cáritas aseguran que son los pequeños donantes los que más dan en tiempos de tempestad, y todos tenemos a nuestro alrededor casos de altruismo humanista muy contundentes. En estos cinco años y medio de oprobio hemos visto lo mejor y lo peor del género, y ahora, cuando 2014 no ha hecho más que empezar a caminar, podemos esbozar una sonrisa de esperanza porque todo puede pasar si se persiguen los sueños.

Algunos amigos me han contado que estos días que en las diferentes misas que se han celebrado a lo largo de la capital el denominador común de las homilías de los párrocos hacía hincapié en la necesidad de ser alegres, de disfrutar de la vida, de afrontar el día a día con energía aún cuando se sabe que el cielo siempre está preñado de negros nubarrones pese al azul de la mañana.

Problemas, en cierta medida, todos los tenemos, pero es la manera en la que se afrontan la que determina el estado de ánimo. A nadie se le puede pedir que sea un héroe cotidiano, pero sí que dibuje en su rostro una sonrisa escéptica que le ayude a combatir los difíciles retos que la carestía nos ha puesto en el camino. Hay ejemplos impagables de alegría en muchas personas. Todo el apoyo del mundo está en el abrazo de un amigo en el momento adecuado, o en un café con quien quieres, o en la inquebrantable adhesión de las familias cuando uno de sus miembros está en peligro. Recuerden que dentro de unas semanas los días empezarán a ser más largos y azules, y que en el mágico misterio de despertarse cada mañana está la esencia de la vida. Ya lo dijo Cela: quien resiste vence.