Hace unos días, al recoger en el buzón las cartas, y más que cartas anuncios de todas clases, incluso para curarme de la sordera que no padezco, me encontré ¡tres! anuncios de empresas y particulares ofreciéndose para abrir puertas, cambio de cerraduras, bombines, coches.... ¡y cajas fuertes!

Salvo el último caso, el de las cajas fuertes, todo se me antojó normal. Con las puertas de seguridad más de uno se ha encontrado con el problema de no poder acceder a la vivienda porque ha dejado la llave puesta en el interior y desde el exterior es imposible abrirla para los profanos en la materia aunque se ayude con una radiografía, que es lo más socorrido. Lo de las cajas fuertes me trajo a la memoria lo que le sucedió al propietario de un importante comercio de Málaga que una mañana, al intentar abrir la caja fuerte, se llevó la desagradable sorpresa de no poder abrirla porque se había bloqueado o algo así.

Cuando sucedió aquello, pongamos por la época de los años 50, existía en el Sindicato del Metal una relación de los cerrajeros autorizados para abrir cajas de seguridad; una copia de la lista de cerrajeros con permiso para desarrollar esta actividad estaba en poder de la Policía. Si se producía un robo o un intento de abrir una caja de caudales, la Policía descartaba o no a los cerrajeros sindicados.

Existía un sólido control. En aquella época todo estaba bajo control: incluso para salir a un escenario como corista o haciendo un papel de sirvienta de una familia, se necesitaba estar en posesión del carné de artista, aunque fuera un actor consagrado. Vamos, como si Paloma San Basilio, por citar un caso, para representar Evita tuviera que estar en posesión del susodicho carné. Hasta las animadoras de las salas de fiesta tenían esa obligación.

Pero volvamos al cerrajero. El empresario malagueño afectado por el problema, de acuerdo con las normas vigentes, se puso en contacto telefónico con el Sindicato del Metal para que le informaran, después de una gestión telefónica con la sede nacional del Sindicato que estaba en Madrid, de que el cerrajero con carné visado por la policía más cercano a Málaga residía precisamente en Madrid.

Perdió más de una mañana en ponerse en contacto con el experto en abrir cajas de caudales. Le pidió que se desplazara cuanto antes a Málaga por razones fáciles de entender. Si hoy sucediera esto, el desplazamiento sería rápido, pues AVE y aviones hacen el trayecto Madrid-Málaga con frecuencia. Pero en el caso que nos ocupa, el cerrajero se trasladaría a Málaga en el tren expreso, que tenía su salida en Atocha a las ocho o nueve de la noche por lo que llegaría a Málaga al día siguiente por la mañana.

A media mañana -la caja llevaba cerrada veinticuatro horas con los perjuicios pertinentes- el cerrajero llegó al establecimiento que requería sus servicios. Se puso manos a la obra y en pocos minutos logró que la caja fuerte se abriera sin sufrir daño alguno.

Llegó la hora de cobrar el trabajo. El cerrajero lo detalló: taxi desde mi casa a la estación de Atocha, tanto; billete Madrid-Málaga, tanto; taxi de la estación de Málaga al comercio que había requerido sus servicios, tanto; desayuno, almuerzo y cena, tanto; billete de regreso a Madrid, tanto; mis honorarios por el trabajo realizado, tanto. Total, equis pesetas.

Al conocer el montante, el comerciante se llevó las manos a la cabeza. Se le antojaba carísimo, casi un robo, expresó su disgusto, puso en duda la honorabilidad del cerrajero... y hasta le dijo que para un trabajo de nada, porque abrió la caja en muy pocos minutos, le parecía una estafa. El cerrajero no se inmutó ante la retahíla de improperios, y como el empresario seguía en sus trece, alargó la mano, empujó la puerta de la caja de caudales que acababa de abrir... y la cerró.

Cogió su maletín y se dirigió hacia la puerta decidido a irse. Y se despidió: «No me debe nada. La caja está tal y como la encontré. Ábrala usted. Adiós». Y se fue.

Este pelo es mío

Los periodistas, por deformación profesional, tenemos la costumbre de preguntar mucho, interesarnos por cosas y detalles que a personas de otros oficios y profesiones no se les ocurre indagar o no sienten curiosidad por averiguar el origen y destino de las cosas.

A mí, un día no lejano, se me ocurrió preguntarle a mi peluquero qué hacía con el pelo recogido cada jornada de trabajo. Treinta o cuarenta servicios diarios es, pienso, normal, y lo que nos quitan de encima -de la cabeza- debe abultar algo. Lo normal, y por eso a nadie se le ocurre preguntarlo, es depositar el pelo recortando de tantas cabezas en una bolsa de plástico y alargarlo al contenedor más cercano, el reservado a las basuras domésticas, con excepción de los plásticos, envases, vidrios y papel que tienen unos contenedores bien identificados y que, según las informaciones de los organismos interesados, cada día el ciudadano es más consciente del deber de cumplir con esta recomendación.

Mi peluquero me dio tres respuestas sobre la pregunta: la primera, el pelo cortado se deposita en bolsas de basura y al final de la jornada se llevan al contenedor correspondiente.

La segunda respuesta fue una auténtica novedad: un cliente habitual, cuando acude al salón, le pide al dueño que le facilite todos los pelos acumulados durante la jornada porque los esparce alrededor de las parcelas de su finca donde cultiva diversos productos.

La presencia cada día más numerosa de jabalíes en la zona donde tiene su finca la combate con ¡el pelo humano! Según parece y a él le va bien, los jabalíes, que tienen muy desarrollado el sentido del olfato, cuando huelen el pelo humano huyen, no se acercan a lo sembrados. Así que cada vez que va a la peluquería se lleva una bolsita de plástico con los pelos acumulados hasta ese momento. En una segunda visita me contó que hay otros propietarios de fincas rústicas que utilizan el pelo humano para ahuyentar a los voraces topos que esquilman una huerta si no se actúa contra ellos.

¿La tercera? Sorprendente. Y que sólo ocurrió una vez: un cliente, antes de abandonar el salón de la peluquería, le dijo al dueño que quería el pelo que le habían cortado porque era suyo. Y se lo llevó.

Y la cuarta y última por ahora: un cliente no quiere que su pelo cortado vaya a ninguna parte porque si hay un crimen, un asalto, un robo... y aparece un pelo suyo en el lugar de los hechos puede ser analizado y su ADN llevarle a ser culpable del hecho.

Cantó en su propio funeral

Esta historia parece extraída de una película de humor negro; la podía haber contado Berlanga en una de sus inolvidables películas.

Un tenor o barítono malagueño anduvo años cantando zarzuelas por diversos países de la América de habla española. Pasó muchos años en Argentina y cantó en el famoso Teatro Colón de Buenos Aires en muchas ocasiones.

Llegó el momento de la retirada por razones de edad, y decidió retornar a su Málaga natal para pasar los últimos años de su vida en la tierra que le vio nacer. En compañía de su esposa y no recuerdo si con una hija o dos se estableció en determinada barriada de la ciudad. Como los ahorrillos no eran muchos se ofreció al cura párroco de la iglesia más cercana para cantar en ceremonias religiosas, como bautizos, bodas y funerales, ofrecimiento que fue aceptado. Por una módica cantidad cumplía en cada ocasión con el encargo que le hiciera el párroco. Subía al coro y con el acompañamiento de un pianista u organista realizaba su trabajo. Aunque la voz no era tan clara y potente como en los tiempos del Teatro Colón bonaerense, el artista salía airoso cada vez que se le llamaba para un funeral, una boda, un bautizo...

Llevaba algún tiempo colaborando con el párroco hasta que se extendió el uso de las grabadoras o magnetófonos. El cura, ante el singular invento, decidió grabar algunos de los cánticos elegidos para las distintas celebraciones. Al poco tiempo disponía del repertorio suficiente para cada celebración... y prescindió de los servicios del viejo tenor o barítono.

El cantante se quedó sin esos pequeños emolumentos que le ayudaban a salir adelante en su modesta economía... y el cura empezó a ahorrarse esos honorarios porque elegía del repertorio de cánticos, aleluyas, salmos...grabados los más idóneos para cada ocasión. El sacristán se encargaba de poner en marcha la grabadora, de pulsar el stop, de elevar el volumen... Todo perfecto.

Un día la parroquia concertó con una familia la celebración de una misa-funeral por una persona fallecida. La misa se inició y en lugar destacado estaba el ataúd con el finado. En la primera fila, la viuda y familiares más allegados, aparte amigos y conocidos. A los pocos minutos de iniciarse el acto religioso, en el banco que ocupaba la viuda y familiares del extinto se produjo un pequeño revuelo con la viuda como protagonista. Un ataque de ansiedad y de histeria obligó al sacerdote a detener la ceremonia.

¿Por qué? pues porque la persona que entonaba los cánticos era ¡el muerto! No es que el muerto hubiera resucitado; es que el cura puso la grabación que había hecho meses antes al artista que acababa de fallecer y que estaba de cuerpo presente en la iglesia. Su viuda y familiares reconocieron su voz y la impresión que les causó ya puede ustedes imaginarse lo que supuso al grupo.

*Guillermo Jiménez Smerdou es exredactor de Radio Nacional de España en Málaga y crítico cinematográfico,