A media tarde, mientras el mar columpiaba a los últimos bañistas, El Chueco se asomaba al mirador. Bajo sus pies el agua reventaba contra las rocas y los niños, todavía pendientes de la merienda y de imitar a Pancho, pedaleaban como si formaran parte, junto a la bicicleta, de un único animal en tránsito hacia la desesperación. Para el cinco veces campeón del Mundo de Fórmula 1, todo aquello debía representar una especie de paraíso adormecido. Decía que en Nerja, y, en ninguna parte como en Nerja, se sentía tranquilo. Y eso en un hombre que se movía como un cometa no es cualquier cosa. Quizá, incluso, se parezca y mucho a apaciguar con dardos a un león.

Tenía Juan Manuel Fangio un sentido del ritmo y de la existencia digno de convertirse en una teoría propia sobre el universo. En la pista, cuando todo sucedía a mil por hora, daba la impresión de cavilar con parsimonia y estar seguro siempre y casi a cámara lenta de la mejor decisión. Y en la playa, donde se impone la calma, conservaba, en cambio, un brillo de los que no tardan ni un segundo en caminar hacia la ignición. En Nerja a todos sorprendía por su sosiego. Como si el piloto, por el mero hecho de ser piloto, estuviese obligado a ejercer hasta en chanclas de torrente de la locomoción.

«De no haber nacido en Argentina, viviría todo el año en la Costa del Sol», comentaba cada vez que le ponían un micro por delante. Y no era un farol. En las últimas décadas de su vida, pendiente de sus concesionarios y de los negocios que le había asignado Mercedes en su país, El Chueco venía un verano sí y el otro también. Si los coches representaban su pasión de invierno, Nerja era la amante estival. Dos debilidades de cadencia opuesta y al mismo tiempo intercambiable. Hasta el punto de que cuando sufrió su primer infarto se trasladó a la provincia para que volviera a ganarle pulso el corazón.

En Málaga, Fangio era un turista fiel e inolvidable. Pero en Argentina, como Maradona, tenía un rango que rebasaba en cuestiones de culto a todo tipo de celebridades. Ni que decir tiene que también a Dios. A partir de los cincuenta, no había bar, de Usuhaia a Jujuy, en el que no se hablara del piloto. Y todavía hoy, en esas conversaciones vespertinas moduladas por el olor de la llamada yerba mate y el sentimentalismo patriótico, su nombre, como el de Bach para los musicólogos, no tarda más de diez minutos en aparecer.

La devoción por El Chueco está tan viva en Argentina que Nerja es todavía un punto de peregrinación. En esta década, incluso las televisiones se dejan ver por la provincia para rodar unos planos con la inevitable mención. En la secuencia, junto al medallón del mar, el hotel Balcón de Europa, que fue para el piloto mucho más que un punto de descanso. Quizá, si al empresario Enrique González Lahore no le hubiera dado por abrir el establecimiento a principios de los sesenta, Fangio, rápido como la pólvora, habría optado por tejer su tierra prometida en otro lugar. Fue la fraternidad con Enrique, al que conoció casualmente en 1951, cuando participó en el circuito de Pedralbes, en Barcelona, lo que lo trajo a la provincia por primera vez.

Durante décadas, Fangio se hospedó en el Balcón de Europa en una amistad que, como los tangos, siempre tuvo un régimen de visitas de ida y vuelta, con González Lahore, en sus viajes de negocios por Argentina, haciendo escala una y otra vez en la casa de Buenos Aires del pentacampeón. El Chueco se sentía tan despiadadamente aquietado en la provincia, que, incluso, en sus últimos años, la utilizó como despacho de verano para atender los negocios de la jubilación. En esa época, tan alejada de la estética de casino de Briatore y compañía, los pilotos de Fórmula 1 no eran, ni mucho menos, millonarios. La mayoría tenía que seguir buscándose la vida después de apagar el motor. Incluso si habían sido figuras mundiales o los mejores de la historia, privilegio que siempre distinguió a El Chueco, con su pierna eternamente arqueada y su biografía de héroe nacional. El aprendiz de herrero, el mecánico, el hombre que fue secuestrado por la guerrilla cubana, por supuesto, el gran piloto. Todos los Fangio que entraban en Fangio en pantalón corto y camisa acentuadamente abierta, caminando a paso de mosca por la Costa del Sol, su otra velocidad, su otro lugar en el mundo. El mirador de la leyenda.

Argentinísimo y nerjeño

El pentacampeón mundial está considerado todavía hoy, incluido por el propio Schumacher, como el mejor piloto de la historia. Al retirarse, una de las escuderías para las que trabajó, Mercedes, le cedió en consideración a sus méritos la presidencia de honor de la compañía en Argentina. A finales de los cincuenta, mientras se preparaba para participar en el premio de La Habana, fue secuestrado por la guerrilla castrista, que, según contaría más tarde, lo trató de un modo exquisito, casi como en un hotel.