Por más que la vida luego tenga sus coplillas, no hay nada mejor en el mundo que llamarte Wim Wenders y ser director de cine. Y más si eso te pilla joven, buscando actrices y enfrente de una lolita capital que en la primera copa te confiesa que es hija nada menos que del destartalado, genial y obsesivo Klaus Kinski. A más de uno, una décadas después, le hubiera gustado vérselas en una circunstancia similar y en Marbella, a sabiendas, incluso, con uno de esos maravillosos saltos de cámara que a veces tiene el deseo retroactivo, de que esa adolescente no era una chica anónima de las que bailan atolondradamente en la discoteca, sino, al mismo tiempo y para siempre, la mismísima Nastassja Kinski, la rubia menos rubia, quizá, de todas las diosas amargas de la industria.

En la Costa del Sol, en los ochenta, no hubiera sido objetivamente tan extraño cumplir con el ritual que llevó en Europa a la primogénita del diablo alemán a situarse por primera vez frente a la misma lente que su padre había sublimado y escarnecido con tanto papel brillante, y, sobre todo, tanto grito. Y no porque por aquí anduviera Wim Wenders con ganas de tirar a la ruleta y jugárselo todo probando con jóvenes desconocidas, sino porque, la actriz, ya patilarga y supina, acostumbraba a pasearse por la provincia. Especialmente, tras su matrimonio con el productor Ibrahim Moussa, amigo de Khassogui, que le inculcó el gusanillo por Marbella, aunque en un registro mucho más hogareño y desapercibido.

En sus viajes por la Costa del Sol Nastassja Kinski se hizo especialista en el noble arte de bandear a los periodistas, a los que sólo atendió una vez, en 1985, si bien con la amenaza de levantarse a la menor alusión a su vida íntima. Novia de Roman Polanski, de desnudos tormentosos e infancia desabrida, la actriz de París, Texas estaba cansada de que cualquier gacetillero quisiera auscultarla para mostrar al mundo la belleza inmoderada de su juventud o de sus pantorrillas. En esa ocasión, venía especialmente cautelosa por la paliza que le habían dado en Grecia intentando cazar a toda costa su cuerpo monumental medio anestesiado y frente a la orilla. Y, además, porque, como acabaría confesando, rumiaba la posibilidad, en una de sus carísimas treguas, de visitar a su padre, que en ese momento rodaba El caballero del dragón, a las órdenes de Fernando Colomo, en Cataluña. Un proyecto que, dentro de su complejidad psicológica, habla muy bien de la capacidad de apaciguamiento de las olas de Marbella, porque por más que el viento serene y el sol insufle energía resulta difícil tomar la decisión de ir a ver a alguien como Klaus Kinski, si es que hay alguien que se le asemeje, con toda su colección de registros egomaníacos y al mismo tiempo brillantes en lo intelectual y en lo artístico.

En aquellos años, llamar a la a puerta de Klaus Kinski, salvo en el caso de Claudia Cardinale, con la que coincidió en Fitzcarraldo, era una garantía de enfrentarte a una dimensión acelerada y desconocida; lo mismo gritaba como un endemoniado que hacía cosas al estilo de su juventud en Alemania, cuando se encerró durante meses a vivir desnudo en una habitación vacía que había decorado previamente con hojas de árboles y de arbustos. El artista acababa de vivir su última disolución de su relación profesional y temeraria con Werner Herzog y andaba como un loco buscando financiación para su homérico y caótico serial de Paganini; todo lo contrario que su hija, que acumulaba éxito tras éxito, al lado casi siempre de cineastas de culto.

La Costa del Sol, en ese sentido, fue testigo de los recesos de muchas de sus grandes películas. En 1979, tan silente y exquisita como acostumbraba, vino de vacaciones a Marbella justo después de rodar Tess junto a Polanski, aquella adaptación de Thomas Hardy que le valió el Globo de Oro. Tampoco se escabulló de su cita con la Costa del Sol en plena resaca de París, Texas, cuando regateó magistralmente a la prensa, que la esperaba en el entorno asincopado y vividor del magnate Khassogui. De aquel viaje, en el que hasta tuvo tiempo de rodar un anuncio de jabón, sacó como dulce conclusión un par de baños y diversos atracones de marisco. La mujer que escandalizó al mundo con sus desnudos precoces y su cuerpo arremolinado en una pitón, la leyenda hija de la leyenda, escultural y reflexiva, sin apenas rastro en la cara de aquel torbellino que marcó sus relaciones en la infancia, en la fugacidad de oro del veraneo de la Costa del Sol.