En general hubo, y habrá, tres bigotes fundacionales en Inglaterra: Peter Seaman, Freddy Mercury y Graham Hill, a los que algunos estudiosos suman a Salvador Dalí, que no tenía nada de británico, pero manejaba con flema su bastón crepuscular. Mostachos, pelambreras e incluso circuitos con acabado tipo Viena se han dado muchos, pero ninguno comparado con la limpieza aristocrática del trío de cabecera; ni siquiera entre los románticos y los poetas, a los que el cambio de siglo sorprendió fundamentalmente con una propensión indefinida hacia la leonera de medio cuerpo hacia abajo en las mejillas y en el cuello. Un bigote como el de Graham Hill no se hace de la noche a la mañana; se necesita primero abrir el grifo y despeñarse del todo a nivel estético, saltar de la cofia a la librea y de ahí a las medias de colores para caminar por Londres en la neblina, probablemente con eco de carruajes y nostalgia preventiva de los Beatles. Eso, y, sobre todo, un estadio rugiente, porque el bigote de Hill -como el de Seaman, como el de Mercury- era ante todo un bigote épico, victorioso y deportivo, con la única salvedad de que el del piloto era el único de los tres que podía reducirse al mismo tiempo a dibujo animado y coronel de campaña en la selva. De hecho, Graham Hill, llegó incluso a inspirar un número a los Monty Python como llegaría, armado de su doble punta y su volante, a tantas otras cosas; incluso a conductor arrebatado por la bruma y a turista en la Costa del Sol, adonde vendría en 1970, con las piernas recién desentablilladas.

A los ingleses, europeos mitificantes y vanidosos, les encanta agarrarse de los bigotes para hacer historia. Al menos, en el siglo XX, que es cuando la historia se vuelve folletinesca; antes hubo otros relatos y otros tercios sobre los labios, pero de escasa temperatura y consistencia contemporánea. «El último gentleman de la Fórmula 1», «He ahí a Míster Mónaco», le decían en la pista. Y el devolvía el halago al pueblo, que se conforma con poco y, además, lee The Sun, con todo tipo de axiomas imperiales: carisma, vello y triunfo, un triángulo de cualidades a las que por si fuera poco el piloto tuvo el buen gusto de agavillar con una biografía a la que no le faltó de nada: ni la capa de esfuerzo ni la muerte prematura en avioneta, que es un detalle que viste mucho y siempre despierta la envidia de los franceses.

El doble campeón de F1, que también le pegaba y con éxito a pruebas más de fondista como Le Mans e Indianápolis, empezó de mecánico; era tan pesado y tan convicente que un día los de Lotus le dejaron probar. Y de ahí salió un campeón de campeones. A pesar de su vocación tardía, Graham Hill y su bigote lo fueron todo para el volante; hombre récord y pentaganador en el arabesco de Mónaco e, incluso, gran superviviente. Sobre todo, en el accidente de 1969, que le catapultó por los aires, reventándole las dos piernas y dejándole fuera de circulación por un tiempo. «Díganle a mi mujer que no podré bailar en dos semanas», comentaría en la ambulancia. Y, para compensar al azar, y puede que también a la familia, decidió hacer las maletas y marcharse a Marbella a echar el verano y terminar de recuperarse.

Las fotos que se conservan del piloto en la Costa del Sol son precisamente de esos días. Graham Hill, bigote esencial del siglo XX en Inglaterra, enfrentando la luz de agosto con una sonrisa pegadiza, de ámbito casi desplegable. La estrella británica tenía mono de pista y ambicionaba volver cuanto antes a la Fórmula 1, que entonces no era el río de millonarios y de yernos aburridos que seduce actualmente a advenedizos y a políticos de la Comunidad Valenciana. A Hill seguir en la brecha le costó a veces dinero, si bien eso no quiere decir que su situación financiera fuera digna de lástima. Daba, sin duda, para comprarse un avión y daba para Marbella, que es donde empezó a experimentar de nuevo en aquel verano la excitación de las competiciones. Aunque más estático y de reclusión familiar que de costumbre, el gran Graham Hill no paró en su estancia de moverse. Su gran acto público: un torneo de golf por equipos en el que participó junto a su amigo Sean Connery. El piloto acabaría cinco años más tarde vencido en el aire y por el horizonte. Venía de probar un nuevo coche y regresaba con otros miembros del equipo a Londres. Él, por supuesto, iba a los mandos. Los toreros mueren en la plaza y a él la pista se le hizo banal y pequeña. Necesitaba el cielo. Quizá tanto como sus paisanos el bigote. El jardín geométrico y versallesco, el recuerdo decimonónico, la ´v´ de victoria dividida sin escarmiento y bajo la nariz, los eternos laureles pegados a la cara. Más brillo y aceleración para la provincia. No podía faltar en el álbum.