Era cuestión de paciencia. Con esto del rock, del paganismo, siempre ha habido mucho de desamortización estética. Sobre todo, a puerta cerrada, cuando se desinflan los peinados de torres de algodón, la pose huraña, el ilusionismo de las guitarras y las tachuelas. Para acabar con un rey seglar, el clásico rey sálico y consuetudinario, normalmente se precisa la asonada. O, como mínimo, alguno de los métodos de exterminio vintage popularizados por los franceses. En la música es más sencillo: basta con mostrar su desnudez y dársela al pueblo. ¿Sería Joey Ramone tan Joey Ramone vestido de Pablo Casado y mostrando públicamente su afición al chorizo de Pamplona? ¿Lou Reed de la Velvet con estilo de Dúo Dinámico? Probablemente no. Salvo que ambos hubieran sido de origen irlandés, un país en el que todo, especialmente frente a los micros, se parece sospechosamente a la gente que uno encuentra por las tabernas. Sobre todo, Noel Gallagher, el guitarrista y alma máter de Oasis, al que ni siquiera hace falta meter en una grada ni prestarle unas chanclas en Puerto Banús para que se consume la revelación y el descenso. Noel ya baja por sí mismo, empeñado en reducir la distancia formal entre el ídolo y el barro, el romanticismo maldito y las borracheras de cerveza negra.

Músico más que aceptable, entre el hooligan y el hombre, Noel fue un Kurt Cobain de finales de los noventa. Sólo que trágicamente dividido en dos, cambiando la muerte por el placer de porfiar con su otra mitad, su hermano Liam, con el que alguna vez le encontraran al borde de la descomposición, sobre la moqueta. Noel, aunque inglés, responde a toda una tradición irlandesa, la que viaja en el Ulises y en Brendan Beham, con estrépito de máquinas de escribir saliendo por la ventana, de espuma y recortes de apuestas. La única diferencia sea tal vez de actualización: Noel es un dublinés vocacional contemporáneo, y eso conlleva menos hípica y más Premier, además del inevitable viaje a la Costa del Sol, que la superestrella de Oasis ha completado en varias ocasiones. Siempre acompañado de alguna gachís, de esas tan estilosas. Y con una apariencia, y quizá también una actitud, visiblemente más cercana a la de sus compatriotas de Torremolinos que al engolamiento de Puerto Banús, que es donde habitualmente pasa las horas.

Su viaje más sonado a Marbella fue en 1997, acompañado de Meg Matthews, una decoradora que se supone que le inspiró la famosa Wonderwall, y con la que se había casado poco antes en Las Vegas. Era la época en que la banda se había convertido en un fenómeno mundial, la de la comparación con los Beatles, con muestras ya incipientes de barbarismos y eco muy rockero de polémicas y peleas familiares. Aquí, Noel, tampoco es que se cortara. El músico nunca fue un artista de doble forro como cuentan de Dalí, de los que en público sacaban toda la artillería iconoclasta y en casa se comportaban con mansedumbre, especulando sobre los confines del arte y bebiendo vasos de leche. Díganle usted a un matrimonio español de los cincuenta que identifique a Noel Gallagher al lado de una rubia, que si Morning Glory y demás iconos, con su flequillo, su bañador y sus maletas en el suelo, tan intercambiable todo, en el fondo, con cualquier veraneante de su edad venido de Inglaterra.

El Noel Gallagher fotografiado en la Costa del Sol aparece, incluso, excesivamente humanizado. No hay rastro siquiera de ira, sino de ganas de meterse en la piscina y ver el partido del Manchester City en alguna suite del complejo. A los Oasis, a veces buenos, a veces ridículos, siempre se les ha dado conectar con su público. Y más en las islas. Por eso quizá le entró tan rápido y tan bien subir un escalafón más en la cultura de las vacaciones en la costa y llegar a zona reservada. Tampoco su exmujer, con fama de casquivanía y gusto por la ropa cara, pareció extrañarse en lo más mínimo. De hecho, después del divorcio -que le costó al guitarrista casi 4 millones de libras-, Meg, muy de la pandilla de Kate Moss y compañía, siguió viniendo y pegándose fiestorros en Marbella. Hasta el punto que su prometido fue detenido tras un escándalo inmobiliario en esta tierra, donde poseía una mansión de más de 350.000 libras.

A Noel, después del sofoco, tampoco le dio por renunciar a la Costa del Sol. Aunque más amigo de Ibiza, el músico ha sido visto de nuevo por aquí, esta vez con nueva musa, su actual mujer, Sara Macdonalds. El mismo semblante, las mismas gafas, el mismo tono de anglosajón de las islas al descubierto. Con o sin millones de dólares, hombre de barra, espectacularmente del pueblo.