A María Josefa Muñoz y a Antonio Castillo les tocó una vida difícil. Ambos habían sufrido varios reveses que les habían dejado el vaso medio vacío, pero apostaron por que este siempre estuviera lleno. Eran vecinos del Valle de Abdalajís, un municipio de la comarca de Antequera que allá por los años 40 se esforzaba por salir adelante soportando los envites de la guerra y, más tarde, de una dictadura que examinaba con lupa cada paso de sus habitantes. Sobre todo los de Antonio, confeso izquierdista que había estado en la cárcel tras la Segunda República y que había visto fusilar a su hermano por defender unas ideas diferentes a las que se imponían entonces.

La vida de Antonio volvió a sufrir un golpe que, lejos de amilanarle, le hizo más fuerte. Un accidente de trabajo en la mina en la que trabajaba le dejó ciego de ambos ojos, lo que le retiró de por vida de las canteras del valle.

Pero la vida le tenía previsto un ángel en el camino. María Josefa, o Josefita, como se le conocía en el pueblo, una mujer algo mayor que él, también ciega por una sarampión mal tratada en la infancia, llegó a su vida para atemperarle. Las familias de uno y otro no entendieron su unión, pero ambos quisieron demostrar al mundo que la vida podía disfrutarse con el resto de los sentidos, elevados a una potencia superior para paliar las carencias de haber perdido la visión. Rozando los cuarenta años se dieron el sí quiero, una promesa de amor que les duró toda la vida hasta que hace unas décadas ella murió. Él lo hizo unos años después.

Josefita se había criado con las monjas, que le procuraron un futuro a su bella voz y a sus delicadas maneras. Pero su salida del convento de las Hermanitas de San José de la Montaña no le privó de su devoción, pues hasta poco antes de morir siguió yendo cada día a misa.

De modo que esta pareja ciertamente madura para la época emprendió la aventura de la paternidad. Sabían que su vida no era fácil, pero tenían sueldos con los que salir adelante gracias a la venta de cupones, y contaban con que educar a un bebé en los años 50 en un pueblo fraccionado por la guerra, minado de necesidades, no sería fácil y más, con su deficiencia visual. Pese a todo, quisieron ser una familia al uso. Pero con lo que no contaba esta humilde y trabajadora pareja era con que se toparían con la maldad de una trama que les robaría su tesoro, a su pequeña Isabel.

Se aprovecharon de su discapacidad para quitarle a la pequeña, que nació el 27 de enero de 1952. La niña tenía 48 horas de vida cuando la dieron por muerta, pero quienes se la quitaron no pensaron en que Josefita tenía el tacto muy desarrollado y que enseguida supo que las facciones de aquel cadáver no eran las de su pequeña.

El embarazo había sido normal, cuenta su otra hija, Sagrario. Busca a su hermana para quedar en paz con la memoria de sus padres y, sobre todo, con la de su padre, que siempre se supo víctima del robo de su primogénita.

Josefita y Antonio tenían apalabrado con un amigo que tenía un camión que el día que se pusiera de parto los llevaría hasta Antequera. Así fue, aunque antes hubo que ir a buscar al médico porque en el antiguo hospital de esta emblemática ciudad malagueña no dejaban entrar a la parturienta por no tener seguro. Una vez lograron un papel con el permiso del galeno, Antonio y su amigo se volvieron al pueblo dejando allí a la mujer hasta recibir noticias.

«El parto fue bien y un amigo del pueblo, que trabajaba en Holanda Radio, sede actual de La Opinión, fue a verlas y contó que la niña estaba muy bien, que era preciosa y muy blanquita», relata Sagrario. Para la familia aquel testimonio fue clave, porque nadie más de su entorno vio a la niña. Josefita la cuidaba, le arrullaba, le daba el pecho, pero su ceguera le impedía verla.

Poco antes de recibir el alta, una mujer visitó a Josefita en la habitación. «El bebé estaba tomando el pecho y la mujer le dijo: Josefita, ahora te la traigo que la voy a enseñar», cuenta que le dijo. Sin mediar más palabra que esa, ni identificarse, se la llevó. Al cabo de un rato, esta misma persona, según cuenta Sagrario que le relataban sus padres, devolvió a la niña. «Déjala que está dormida», le dijo. «Mi madre la fue a palpar y tocó un cuerpo frío, helado, un cadáver. Y empezó a gritar».

Nunca más supieron nada de aquel bebé, sólo que el hospital se iba a encargar de enterrarlo en los jardines. Josefita no le contó la historia a Antonio hasta que llegaron al pueblo, porque era consciente de que le habían dado el cambiazo y de que su marido, al saberlo, iba a pedir explicaciones. Pero al estar en el Valle de Abdalajís, a unos 20 kilómetros de Antequera, impedía que Antonio volviese al hospital porque no tenía cómo.

La bondad e inocencia de su madre le hacían cuestionarse lo que les había pasado. «¿Quién me va a querer hacer a mí tanto daño si yo nunca he hecho tanto daño a nadie?», se preguntaba una y otra vez Josefita. Su padre iba más allá y llegó a obsesionarse con el supuesto robo de su hija. Tanto, que Sagrario nació lejos de aquel hospital, en su casa, con la ayuda de una matrona del pueblo. «Me he criado sabiendo que tengo una hermana», relata la mujer que señala que la ceguera de sus padres nunca fue un impedimento para crecer sana y feliz.

En 1993, una vez murió su madre, su padre le pidió investigar el supuesto robo de su hermana. «´Si te lo propusieras lo conseguirías´, me decía mi padre, que se pasaba el día llorando», cuenta la mujer, que cree que el robo de Isabel no estaba preparado, sino que a alguna otra familia se les murió su hijo y le dieron el cambiazo, «porque en los papeles del hospital dice que nació prematura, y prematura no era», relata.

Su obsesión pasa por conseguir el libro de nacimientos del hospital de aquellos días, para saber quien puede tener a su hermana, pero en su momento le advirtieron de que para ello necesita una orden judicial. Como el resto de supuestas víctimas, denunció sin éxito porque, como a la mayoría, le han archivado el caso.

A Sagrario le haría mucha ilusión encontrarse con su hermana. «No tanto por mí, que también, como por coger las cenizas de mis padres y decirles: aquí tenéis a vuestra hija. Sería terminar esta historia, se lo debo a mis padres, y por fin podría desprenderme de sus restos. Las tendré hasta que la encuentre», confiesa.Los documentos

Certificado del hospital

Parto. El documento recoge los datos del parto, como que la niña era prematura, extremo que el padre siempre negó.

Obstetricia. El parto fue en el Centro Maternal de urgencia de Antequera según los documentos, que recogen que la niña nació el 27 de enero de 1952 a las 12 horas, a los 20 minutos de llegar al centro sanitario. «Con dilatación completa, presentación en tercer plano, foco de auscultación normal, contracciones intensas, expulsando a las 12 horas un feto hembra vivió en presentación de nalgas».Certificado del registro civil

Información. El Registro Civil de Antequera no tiene información sobre el nacimiento o muerte de la pequeña Isabel María Castillo Muñoz.

Certificación negativa. El 28 de julio de 1993 esta familia pidió toda referencia relativa a la niña. La búsqueda resultó infructuosa, ya que en el Registro Civil de Antequera le señalan que «no figura inscrita la referida anteriormente». Los documentos del hospital, solicitados también en aquellos días, recogen que nació a las 7 -cuando lo hizo a las 12- y que fue prematura, falleciendo por ello a las 48 horas.