En la década de los cincuenta y sesenta del siglo pasado se puso en marcha un sistema para premiar la compra en las tiendas de ultramarinos acogidas al proyecto.

Consistía en entregar unos sellos con el símbolo de la empresa -el dibujo de un abeto- de acuerdo con el importe de la compra. Por cada peseta de la compra -la peseta entonces era dinero-, el tendero entregaba un sellito del abeto y una cartilla para pegarlos y al alcanzar determinado número de sellos, optar a una serie de artículos relacionados con el menaje de una cocina, como sartenes, cucharones, molinillos para el café, etc. Cuanto más valioso fuera el producto, mayor número de sellitos tenía que reunir el comprador.

La empresa facilitaba al tendero los sellitos a cambio de unos céntimos por unidad. Total, el pionero de lo que se impuso y que hoy utilizan hasta las compañías aéreas que, en lugar de sellos, facilita puntos. Con equis puntos puede conseguir el viajero billetes gratis para los próximos desplazamientos.

El sistema de los sellitos del abeto fue tomando fuerza y hoy, con una técnica similar o parecida, empresas de las más variopintas actividades, premian a sus clientes con puntos. Gasolineras, grandes superficies, comercios de todas las ramas€ en compensación a las compras o servicios, entregan puntos y cartillas para conseguir regalos; lo mismo hacen los puestos de los mercados aunque con una técnica propia: si un kilo de naranjas cuesta un euro, si compra dos, paga noventa céntimos por cada uno.

La variedad no conoce límites: si el billete del autobús cuesta 1,30 euros, si compra un bonobús, el precio se reduce a 70 céntimos; si acudes regularmente a una gasolinera para repostar, a la tercera o cuarta vez te obsequian con un vale para el lavado del vehículo; si recurres a una naviera para hacer un crucero por el Mediterráneo o el Caribe, el niño no paga...Y así sucesivamente.

En la prensa diaria ocurre otro tanto de lo mismo: a cambio de los cupones que se publican durante determinado número de días, tienes opción a adquirir a un precio muy reducido una vajilla, un microondas, un robot de cocina...

E incluso los insaciables bancos, por el mero hecho de abrir una cuenta y domiciliar la paga, te obsequian con un álbum para pegar fotografías, un teléfono móvil, una cadena musical, una vajilla o un bolígrafo. Los objetos van cambiando con el paso del tiempo; ya no se regalan transistores, ni televisores, ni sartenes... Ahora los bancos no regalan nada, al contrario, por abrir una cuenta te cobran una cantidad por mantenimiento.

Esta moda de los regalos no tiene límites. Hay que conseguir clientes de mil maneras, como regalando almanaques para colgar en las cocinas y el ama de casa sepa en qué día está, agendas para los caballeros para apuntar lo que tiene que hacer, una gorrilla con visera para colocar al revés, una camiseta para ir a la playa, un llavero y qué sé yo.

Todo esto se le engloba en una palabra: mercadotecnia (los cursis dicen marketing).

Hasta se publicó un chiste negro sobre estos regalos: una funeraria anunciaba que con la compra de un ataúd para un adulto se regalaba uno pequeño para un niño.

Vuelta al sellito del abeto

La empresa que empezó con el sellito del abeto creo recordar que era holandesa o de origen holandés. Inició la actividad en las tiendas de comestibles o ultramarinos, cuando en cada esquina de Málaga había una tienda donde poder comprar harina, azúcar, garbanzos, bacalao, aceite, quesos, vinagre, mortadela, latas de sardinas y atún€ y no mucho más porque la dieta alimenticia era pobre en lo que se refiere a variedad.

Pues bien, Valispar, que así creo que se llamaba la empresa, desarrollaba una segunda actividad: promocionar la venta de productos nuevos o casi desconocidos porque poco a poco la gama de alimentos iba aumentando y los comerciantes o tenderos o no eran dados a ofrecer a la clientela lo que ellos no conocían o no querían complicarse la vida con artículos de quizá difícil venta.

La empresa, cumpliendo uno de los fines para los que fue creada, a través de sus agentes recorría el país repartiendo entre los tenderos muestras de lo que se pretendía imponer para su consumo.

En un pueblo -no puedo precisar si de la provincia de Málaga o Granada- un agente regaló varias latas de foie-gras, fuagrás o patés para que la probaran o las regalaran a los clientes habituales. Confiaba en que en una visita posterior el tendero hiciera un pedido para ampliar la oferta e impusiera el fuá o paté.

Cuando volvió a ese lugar y se interesó por la acogida del producto, el tendero le respondió: Mire usted, en este pueblo, nadie se limpia las botas.

Huelga de hambre

Yo no tengo nada contra el derecho a huelga, que es tan legítimo como natural. Por suerte, y por haber trabajado en empresas que siempre cumplieron con sus deberes, nunca tuve que ponerme en huelga por no subirme el sueldo o por no tratarme con educación. Por desgracia muchos de los que recurren a huelgas tienen razón.

Una de las huelgas que se pusieron de moda poco después de la transición fue la de hambre. A cada instante, por una u otra causa, alguien se ponía en huelga de hambre para reclamar algo, para solicitar una ayuda a la que tiene derecho, para mostrar su disgusto, por ser víctima de algún abuso, un despido improcedente...

Una de las huelgas de hambre que por mi profesión me vi obligado a informar me reveló o me hizo sospechar de la poca seriedad de algunos de protagonistas, en este caso, de un ayuntamiento de la provincia de Málaga. Por respeto omito el nombre de la localidad. Sí puedo aclarar que se trata de uno de los pueblos de la Axarquía. Como hay muchos, ninguno se puede dar por aludido.

Total, que la corporación en pleno, con el alcalde a la cabeza, al no ser atendida en una petición o reclamación, recurrió al recurso en plena vigencia: huelga de hambre.

Al segundo día de la huelga, con el fin de informar a los lectores de Ideal de la marcha de la misma, llamé por teléfono al ayuntamiento. A la persona que atendió la llamada, después de darle nombre del periódico y el mío, le pedí si podía ponerme en contacto con el alcalde o en su defecto con alguno de los concejales. La respuesta fue tan firme como contundente: «Ahora no se puede poner ninguno porque se han ido a desayunar en el bar de abajo». A esa huelga me apunto.