Cuando alguien es liberado, nos liberan a todos. Da igual que el carcelero sea un padre, un vecino, una guerrilla, un gobierno totalitario, una banda terrorista; da igual que la cárcel sea un sótano, una casa aislada, una selva inaccesible, el rincón oscuro de una isla luminosa, un zulo. En cualquier caso, el suspiro es, o debiera ser, universal: esa persona presa contra la razón y la piedad de repente recupera, para ella pero también para cada uno de nosotros, el aire puro, el horizonte, el calor de los íntimos, el tiempo, la voluntad, la capacidad para volver a ser las propias huellas. Cuando alguien es liberado los pulmones se ensanchan, la luz entra a raudales. Porque esa persona regresada de su tumba actúa como mensajera de la vida, de la vida contra toda esperanza, de la vida viva contra la vida muerta de los tiranos, de los crueles, de los obtusos, de los de alma acartonada. Y porque esa persona, que somos cada uno de nosotros aunque sólo ella haya padecido la clausura forzada y sus miserias (hambre, enfermedad, soledad: los lentos y tortuosos apagones del espíritu y de la carne), se transforma en símbolo visible de los peligros que siempre han amenazado a la libertad desde que nos atrevimos a inventarla. La libertad, esa quimera frágil históricamente rodeada de adversarios más o menos camuflados, ese anhelo fundador de lo humano, nos suele pasar desapercibida hasta que alguien la violenta de manera llamativa. O dicho de otra manera: urgidos por otras tareas que muchas veces actúan como señuelos o como narcóticos que nos alejan de lo verdaderamente prioritario, ya casi nunca reparamos en el hecho de que defender la libertad, la individual y la colectiva, es la base de la dignidad y de la felicidad, el principio sobre el que sustentan el resto de los valores intelectuales, emocionales y sociales. La persona liberada después de una larga retención, en efecto, se muestra como símbolo visible de algo cuya invisibilidad habitual nos pone en constante peligro a todos, nos enjaula de una manera u otra a todos, demasiadas veces, y esto es lo más terrible, sin que nos demos cuenta, creyendo incluso que somos libres y dueños de nosotros mismos en un grado máximo. La libertad necesita contornos nítidos, vigilancia, creatividad, focos, medios. Porque la libertad no debiera ser sólo una abstracción para que se entretengan los filósofos o un juguete para recreo de revolucionarios, armas ambas de doble filo que en muchas ocasiones han ocasionado más heridos en las propias filas que en la de sus enemigos, sino un requisito de la convivencia, eso sin lo cual, de hecho, ninguna convivencia será nunca justa, igualitaria o duradera.

Cuando alguien es liberado, como ahora Ingrid Betancourt, que llevaba seis años y medio en manos de las FARC colombianas llevando una miserable vida de insecto a punto de ser aplastado por una bota militar, nos liberan un poco a todos los demás, que también estamos secuestrados por una miríada de poderes sutiles y taimados en los que apenas nos fijamos. Cuando alguien es liberado, como esa pobre chiquilla austriaca de hace unos meses, como aquel enflaquecido funcionario de prisiones de hace unos años, la libertad reaparece en el horizonte de nuestras preocupaciones, nos vuelve a interpelar con voz alta y clara. Por eso haríamos mal en quedarnos con la anécdota, con los nombres, ya que de lo que se trata es de ir un poco más allá: al corazón de la libertad, ese lugar que ninguno de nosotros debiera nunca abandonar.