La foto no es vieja, si acaso tiene un par de cortos inviernos, de esos tan breves que gastamos por aquí. Once amigos en una comida, todos mirando a la cámara que manejaba un voluntarioso camarero. Creo que era en Casa Gurpegui, en el reservado que sólo presta en ocasiones. Ahora que me fijo bien, Manolo Arias, que aparece junto a mí, tenía ya entonces un velo triste en los ojos y un algo en la sonrisa que ni sonrisa era, como si presintiera lo que estaba por venir tan pronto.

No nos dijo nada tal vez porque aún nada sabía, pero a partir de entonces se dejó ver muy poco. No estoy seguro, pero es posible que fuese aquella la última vez que lo viera, y si hubo otras ocasiones no las recuerdo. Luego fui sabiendo por terceros que estaba enfermo de eso tan grave y tan canalla, y que no quería ver a nadie, y que había que respetar su silencio y preguntar sólo de vez en cuando a los más cercanos, y morderse la rabia.

Manolo Arias era neurocirujano y se pasó toda la vida luchando contra tumores cerebrales. Es una crueldad innecesaria que se haya muerto, precisamente, de lo que tanto combatió. Es como si un torero falleciese estoqueado. La inversión de toda lógica. Algo malditamente irónico, como la venganza de un demonio. Me cuentan que fue él mismo quien se diagnosticó, quien se hizo casi a hurtadillas las pruebas necesarias y que cuando las tuvo en su mano y comprendió lo que pasaba un temblor le ablandó las piernas. Se repuso al instante y tuvo, incluso, el valor de aplicarse la estadística y calcular cuánto le quedaba de vida.

A Manolo lo trajo a la tertulia Pedro Doblas, que colecciona amigos y luego los entremezcla unos con otros a ver qué pasa. Nos juntamos los sábados por la mañana a tomar café y reírnos un rato y hablar mal de los políticos. Allí lo conocí y desde el principio supe que era un hombre muy especial, de los que cargan con asuntos delicados y manejan material sensible, y eso acaba dejando huella. Era un médico de los que se llevan a los pacientes en el corazón y en la cabeza y en el alma, de esos que cuando uno se le escapaba entre los dedos pasaba luego un largo duelo de noches en vela.

El miércoles me tocó a mí ir a su duelo. En el cementerio, los gorriones habían robado el nido a las golondrinas y lo celebraban con gran revuelo de gorjeos. "Y yo me iré, y se quedarán los pájaros cantando", dijo Juan Ramón, que lo dijo casi todo. Y esta noche soy yo el que se ha quedado en vela, mirando la vieja foto que en realidad no es tan vieja, que sólo tiene un par de cortos inviernos, en la que está mi amigo con una sonrisa que ni sonrisa era, y con esa mirada un poco triste que parecía ya venir del otro lado.