El mundo del deporte acumula, año tras año, innumerables muestras que evidencian cómo en él prevalece un espíritu indomable que ignora tradiciones, desatiende las rogativas, desafía las estadísticas, no respeta fronteras, explora nuevos territorios y no se apiada de los perdedores, pero deja siempre abiertos horizontes de esperanza. Como actividad plagada de las manifestaciones más dispares, constituye un fenómeno sumamente complejo que se proyecta en múltiples dimensiones.

En el deporte de competición, el objetivo de la victoria llega a adquirir una importancia omnímoda, capaz de eclipsar todos los demás aspectos. Quienes sostienen la tesis de que, incluso en el apartado profesional, no todo debe ser hipotecable para conseguir el triunfo, o tratan de mitigar el amargo sabor de la derrota con otros valores menos tangibles, están abocados, en el mejor de los casos, a ocupar una posición minoritaria y normalmente desdeñada.

Pero, al mismo tiempo, el predominio de esa meta, habitualmente marcada por la impaciencia, lleva en no pocas ocasiones a juicios precipitados que, una vez que avanzan o concluyen las competiciones, en un movimiento pendular de reacción inmediata, son sustituidos por otros radicalmente diferentes, si los acontecimientos han seguido por otros derroteros. Las hemerotecas son testigos de cómo equipos que en los primeros compases de una temporada se consideraban candidatos a la máxima competición continental pueden acabar con serias dificultades para no descender de categoría, de cómo selecciones nacionales que inician un campeonato mundial con una clamorosa pifia acaban conquistando el título, de cómo, en pretemporada, se atribuyen a clubes con inversiones multimillonarias títulos que luego se muestran bastante más remisos en la realidad…

En los dominios del deporte cobra así un protagonismo enorme la que podría denominarse «regla de las expectativas deportivas adaptativas»: con independencia de nuestra percepción más profunda, es la inmediatez de los resultados la que va generando nuestra predicción acerca del desenlace final. En su formación suele adquirir mucho peso el último dato, probablemente por encima del que, si se tuvieran en cuenta todos los factores en liza, debería tener dentro de un esquema de «expectativas racionales».

En este ámbito es frecuente encontrarse, al igual que ha venido ocurriendo en el campo económico desde hace décadas, con especialistas en emitir vaticinios catastrofistas de manera recurrente. Si el resultado final es el vaticinado, el éxito predictivo es reclamado; si sucede lo contrario, siempre cabe apelar a factores que no podían preverse y, además, la ola del éxito sepulta todo lo anterior. Habrá nuevas oportunidades para volver a ejercer el inveterado oficio de agorero.

En definitiva, las fuerzas dinámicas del deporte, que se niegan a que éste siga inexorablemente el curso más predecible, tienden a generar una alta volatilidad en los sentimientos y las expectativas de los seguidores. Esas amplias oscilaciones se enfrentan en la práctica a restricciones y hechos significativos.

Por un lado, a la inevitabilidad de que, en última instancia, sólo el campeón conquista la gloria y «se lo lleva todo». Como aficionados, tenemos que estar dispuestos a asumir el riesgo de acabar siendo perdedores. El deporte difícilmente admite entre sus filas a quien no acepte «a priori» la eventualidad de esa sufrida situación, nunca descartable.

Por otro lado, la partida emocional se disputa a veces en un territorio en el que existe una línea muy delgada, casi difusa, una frontera estrechísima que hace que, aunque sólo sea por la diferencia más exigua, el viajero pueda ocupar el sector del éxito o quedar asignado al del fracaso. Una vez que el pitido final sella los pasaportes, no hay quien altere el estatus. El deporte exhibe implacablemente su naturaleza de «juego de suma cero»: alguien gana, pero alguien pierde. Da igual que haya sido por una cuestión de centímetros, de milésimas de segundo, de caprichos del azar, o de perceptibles o imperceptibles errores humanos de apreciación. Con la mayor contundencia, el deporte apela a un maniqueísmo extremo, desatando el entusiasmo y el sufrimiento simultáneos. No importa que objetivamente la diferencia real haya sido inapreciable: un jugador o un equipo conquistan la tierra de promisión, mientras que otros han de sufrir el castigo del purgatorio, condenados a repetir, una y otra vez, la escena de lo que podía haber sido y no fue.

Así es la moneda de curso legal del deporte. La inmortal alegría de su cara esconde el padecimiento que también queda grabado en el reverso. Pero quien practica deporte o lo sigue como aficionado tiene que ser consciente del enorme privilegio que en sí mismo representa el hecho de que su escudo figure inscrito en alguno de los dos lados de esa valiosa moneda y, lo que es más importante, con el sello del indeclinable honor deportivo. Cualquier moneda deportiva tiene un alto valor intrínseco, aunque no está acuñada de un metal noble. Además, la grandeza del deporte implica que, sin tener que esperar a las decisiones de ningún banco central, habrá nuevas emisiones de piezas que saldrán al mercado sin ninguna inscripción previa.