Para acceder a muchos puestos de trabajo se exige «dominio del inglés hablado y escrito». Nos parece bien, no es de ese requisito del que queremos hablar, sino del error que supone la creencia de que uno puede llegar a dominar un idioma en vez de ser dominado por él. Con el idioma sucede lo mismo que con el resto de las creaciones humanas: que al alcanzar determinado tamaño se independizan de nosotros y logran que nos pongamos a su servicio en lugar de seguir ellas al nuestro. Ocurre en todos los ámbitos de la existencia. El Estado, que es uno de los grandes inventos de la humanidad, deviene con frecuencia en un monstruo que devora a sus creadores. La antigua Unión Soviética se fue al carajo, con perdón, porque no había manera de dominar aquella bestia burocrática y cruel. El negocio de la construcción, que tanta riqueza produjo durante los pasados años, es también el que nos ha hundido. Podríamos citar mil engendros que, habiendo sido creados para servirnos, han devenido en nuestros amos.

La pretensión de dominar un idioma es verdaderamente ingenua. No digamos la de dominar cuatro o cinco. Pero a veces decimos de alguien: domina cuatro idiomas. Sería más correcto, o más neutro, señalar que los habla. Pero cuanto mejor los habla, más dominado está por ellos. Si los niños perpetran tantos aciertos verbales, se debe precisamente a que aún no han sido colonizados por la lengua. El disparate verbal es una escapada de ese dominio, por eso nos gustan tanto los juegos de palabras. De ahí también el éxito de humoristas como los Hermanos Marx, cuya chispa se basa precisamente en señalar las contradicciones del lenguaje que hablamos (o que nos habla).

La realidad establecida es en gran medida una creación de la lengua. Hay grietas por las que se puede huir de esa realidad homologada por el idioma. Pero no resulta fácil. Los escritores lo sabemos porque nos dedicamos a eso, a detectar las rendijas de la gramática por las que observar a la realidad en pelotas. Es excitante, pero difícil. Las más de las veces no logramos decir lo que queríamos, sino lo que la lengua quería que dijéramos. Es fantástico saber idiomas, pero no caigamos en la ingenuidad de creer que los dominamos.