Seguramente no por casualidad, mientras en Madrid convergían las seis marchas de «indignados» que en el último mes han cruzado España andando hacia la capital, las reivindicaciones del 15-M volvieron a colarse en los mítines de esta especie de precampaña electoral no declarada que estamos viviendo.

El candidato del PSOE Rubalcaba fue el más previsor y programó para justo ese día un encuentro con las Juventudes de su partido para pedirles «optimismo» y que le ayuden a darle la vuelta a la insoportable tasa de paro juvenil y fracaso escolar de nuestro país, que ya supera el 47 por ciento; el popular andaluz Javier Arenas se las ingenió para colar el término fetiche del 15-M, «indignación», en su discurso sobre la necesidad de renovar el aire político andaluz después de treinta años de hegemonía socialista; y el coordinador general de IU, Cayo Lara, centró el suyo en las reivindicaciones emblemáticas de los «acampados» con la muy sensible del «pago por dación» como bandera, para que tanta gente, habitualmente muy humildes, que no puede pagarle al banco la hipoteca por la crisis que ha provocado el sistema financiero (o sea, los bancos: esto no es demagogia, es la verdad), acabe en la calle, y con la deuda entera.

La sensación de que nuestro país no aguanta hasta marzo para pasar por las urnas crece por momentos, y los partidos como es natural afinan el oído. ¿De que están hartos los ciudadanos? No de la política ni de los políticos como decimos a veces por resumir, sino de los abusos de la clase dirigente, entendida en un sentido amplio. De corrupciones, corruptelas y mangancias varias, de promesas electorales que duran lo que tardan en cerrarse las urnas ( o en «cuadrarnos» la Merkel), y de correr en solitario con los costes de una crisis que no han provocado, mientras los beneficios y los bonus de los que la han provocado, ni lo notan.

Lo que, en mi opinión, resultó evidente para quien quiso verlo el 15-M, vuelve a serlo: el éxito de los «indignados», lo que ha metido sus reivindicaciones «utópicas» (ja) en la agenda política, es que lo mismo que llenó Sol de «indignados» en mayo ha vuelto a llenarlo en julio: las mismas exigencias. Lo que este fin de semana han vuelto a poner de manifiesto, desde mi punto de vista, «los indignados» es que eso que dice la Constitución de que «el soberano» es el pueblo no es cuento. Los políticos no son una clase ni mucho menos esa «casta» que a veces se creen. Políticos son todos los ciudadanos, cada uno de nosotros. Y si la motivación es lo bastante fuerte, todos podemos sacudirnos la pereza y hacer política. ¿Por ejemplo, cuando los controles de la democracia representativa se oxidan y la brecha entre representantes y representados se hace lo bastante ancha como para que a los ciudadanos les cueste reconocerse en quienes eligen en las urnas? Por ejemplo.