Cuando uno lee los periódicos españoles durante el verano, es legítimo preguntarse si un país como el nuestro puede salir adelante. Nos dedicamos a asuntos de una irrelevancia tal, producimos ideas tan pobres, que quizá haya que adoptar un punto de vista diferente y admirarse de que una sociedad así pueda funcionar en absoluto. ¡Demasiado bien nos va, yéndonos tan mal! Todo es como un chapoteo colectivo en el vacío, un dejarse arrastrar por la corriente de los lugares comunes, confiados como estamos en que son las ideas naturales, lógicas, aquellas que hay que repetir una y otra vez, sea cual sea su relación con la verdad o el buen funcionamiento de una sociedad. En realidad, si prestamos atención a los debates que ocupan el espacio público, no está claro si somos todos idiotas, o simplemente pensamos que los demás son idiotas y por eso les hablamos como si lo fueran.

Un ejemplo reciente es la idea de que el presidente de la Junta de Andalucía, por su condición misma de andaluz, no puede veranear en Galicia. ¡Faltaría más! Semejante afirmación no es sino la reiteración del cliché localista que ha hecho furor en España durante la última década, durante la cual hemos dejado de ser no ya españoles, sino individuos, para pasar a ser castellanos o riojanos, e incluso, si me apuran, turolenses o rondeños. Eso sí: orgullosamente. Es natural, en ese sentido, que una sociedad tan poco formada como la española tienda a arraigarse en lo conocido, como hacen los chavales del pueblo cuando apedrean a los foráneos de la localidad vecina. Pero no está tan claro que los políticos deban reforzar esas tendencias, en lugar de suavizarlas para hacernos comprender que hay mundo más allá del vaso de rebujito. Ahora bien, ya que no lo hacen, ya que sugieren que un político regional no puede veranear donde quiera, hay que preguntarse si creen de verdad que eso sea así, o sólo lo hacen porque eso les proporciona un titular absurdo y con ello, sueñan, quizá un puñado de votos. Pero si eso les da votos, o, cuando menos, ganan con ello el asentimiento de los suyos, entonces sólo queda echarse a llorar.

Más grave es, en cambio, el asunto del botellón. Regresa éste a nuestras vidas como una pesadilla recurrente, en distintas encarnaciones o avatares, como un monstruo multiforme que no nos da descanso y aparece cada vez en lugares diferentes: centro, campus, parque, feria… Parecía que el debate social al respecto estaba terminado, que por fin habíamos comprendido que el orden público y la tranquilidad de los vecinos no podía sacrificarse en el altar de la diversión juvenil. Bien es verdad que lo habíamos comprendido sólo porque los jueces empezaron a condenar a los ayuntamientos permisivos con una práctica que, por desgracia, lo dice todo sobre la hecatombe educativa de un país donde los universitarios llegan a las aulas con faltas de ortografía. Pero no, aquí lo tenemos otra vez. Aprovechando el desorden intrínseco a la feria, la muchachada se lanza a las calles con sus bolsas de plástico, indiferentes por completo a las molestias que puedan causar con su conducta o a la imagen que proyecta sobre ellos mismos. Y las autoridades miran hacia otro lado.

Probablemente, nada cause más desolación al ciudadano consciente de sí mismo que comprobar cómo los poderes públicos ignoran las normas que ellos mismos han promulgado. Por desgracia, se trata de un proceder habitual en España, donde tanto las autoridades como los ciudadanos creen que las leyes están para ignorarlas o para acomodarlas a nuestros intereses en cada momento. Ahora bien, que la negativa a hacer cumplir la ley se enmascare con excusas ridículas añade, como diría un británico, el insulto a la ofensa. ¿Cómo se puede decir que el botellón es un asunto complejo, cuya resolución compete al conjunto de la sociedad, que los padres son en parte responsables por dejar salir a sus hijos de madrugada? Quienes así se expresan saben perfectamente que, por muchas causas subyacentes que tenga el botellón, éste se celebra, en primer término, por una razón muy sencilla: porque las autoridades dejan que se celebre. Punto. Y francamente, no pagamos impuestos para eso.